Opinión | A PIE DE TIERRA

Muñecas hinchables

La estabilidad es deseable, pero nunca a costa de entreguismo y humillación

En España somos ahora mucho más estrictos con la ficción que con la realidad. Es una frase que le leí hace unos días a un músico de éxito, quien, dos párrafos más adelante, decía esperar, sin embargo, que no asistieran a sus conciertos los votantes de cierto partido; en un ejemplo evidente de la paradoja existencial esquizoide que sufrimos en este país desde hace años. A quienes vivieron los tiempos de la censura y la emoción de ver por primera vez, incluso de forma clandestina, una película de culto que en Europa estaba ya de vuelta; a quien conoció una España en blanco y negro que, tras cuarenta años de oscurantismo, se abría a la luz y al color, con todo por hacer; a quien fue consciente de que era el momento de alumbrar un mundo nuevo sostenido por la cohesión, la concordia, la libertad sin ira y la esperanza de futuro a ritmo de Jarcha; a quienes, con base en la Transición, consiguieron que España diera un salto cualitativo sin precedentes hasta alumbrar un periodo de paz y de bienestar nunca antes vivido, les cuesta entender que hoy todo aquello se ponga en solfa y que, tras derribar tan trabajosamente y a costa de infinito sufrimiento muros de miedo y oprobio, hoy levantemos otros tan divisorios como castradores en lugar de tender puentes.

Legislación adaptada a los delincuentes; delincuentes que se permiten el lujo de amenazar a los jueces; jueces en la calle con toga incluida, ante el temor de verse amordazados por el poder político; poder político sobredimensionado y tendente al derroche, la soberbia y la intolerancia; políticos que eximen de cargas penales a otros políticos; malversadores perdonados a cambio de votos, mientras se asfixia fiscalmente a quienes trabajan y ahorran... Son sólo unas pinceladas de ese mundo al revés que se nos ha echado encima, sometido al imperio de unos pocos, a los que se beneficia en todos los ámbitos imaginables incluido el económico; y si para ello hay que quitar a éstos para mejorar aún más a aquéllos, ya ricos y poderosos después de décadas de cesiones y privilegios, pues se hace. Curiosa convivencia, por tanto, cuando se plantea desde la desigualdad y deja atrás al resto de España, ignorada, vilipendiada y silenciada por el peso plúmbeo de los intereses personales, la demagogia y la bilis; y es que cuesta asumir cómo de algunas bocas puede salir tanta ponzoña. ¿De dónde vendrán ese odio y ese resentimiento? Hay quienes sólo se saben mover en el barro y han encontrado el antídoto a su propio veneno en escupirlo a los otros, proyectando en ellos sus propias miserias. Son muchos años haciendo cada vez más honda la brecha entre los españoles, sembrando ira y rencor frente a serenidad y apaciguamiento, fomentando cainismo y polarización en vez de potenciar lo que nos une, y de aquellos vientos, estos lodos.

Asistimos a una etapa crucial en la historia reciente de España, que no quiere de espectadores pasivos. Posiblemente, una vez alcanzado el pico de un escándalo vendrá otro aún mayor que lo tapará y, por más que ciertos hechos no deban olvidarse nunca, en poco tiempo la gente, de por sí desmemoriada, habrá dejado atrás lo ocurrido, ocupada en llegar a fin de mes o rociada una parte de ella con pagas y regalías que, como no puede ser de otra manera, castigarán los bolsillos del resto (los de siempre). La estabilidad es deseable, pero nunca a costa de entreguismo y humillación. Por eso, quienes participen de todo ello no podrán nunca eludir su responsabilidad; y tiempos vendrán en los que no habrá más remedio que asumir el desastre. ¿Darán entonces un paso adelante quienes se jactan ahora de haber impuesto su criterio a la otra mitad de los españoles? Vistos los precedentes, será harto improbable que así ocurra.

Una sociedad hay que construirla a diario, trabajarla desde el diálogo permanente y el consenso, la libertad de criterio y de expresión sin miedo por parte de quien opine diferente a ser despreciado, insultado o perseguido, el respeto imprescindible al otro y a la ley, las cesiones y las renuncias recíprocas en pro del equilibrio y la convivencia real, sin frentismos ni superioridad moral. Y en esa labor diaria hemos de comprometernos todos. Por no hacerlo, nos hemos dejado robar lo más grande, frágil y trascendente que teníamos: la dignidad. Es complicado prever hasta dónde podrá llegar en los próximos meses, o quizás años, el proceso de descomposición moral e institucional en el que estamos embarcados, pero que nadie se queje luego si no hizo nada para contrarrestarlo o no dejó oír su voz. Ante ciertas encrucijadas históricas, frente a abusos, manipulaciones e imposiciones, no se debe permanecer callado; no existe esa opción, por más que, tristemente, después de tantos esfuerzos en pro del perdón y la armonía, se corran riesgos. Si la sociedad española se deja hacer, impasible, tendrá que ceder su voz a ese desfile de muñecas hinchables que, en una metáfora perfecta del esperpento nacional, invadió no hace mucho las calles. Y que Dios nos coja confesados, o cuando menos perfumados, como a Al-Hakam II; porque en el fondo, y por desgracia, perdemos todos. ¡Pobre Machado, si llegara a levantar la cabeza...!

* Catedrático Arqueología UCO

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