Opinión | HISTORIA EN EL TIEMPO

Algo se muere en el alma...

El profesor Manuel Abad Gómez fue pieza maestra y refulgente de la Facultad de Filosofía y Letras

Fundada y hasta lógica y casi coactivamente en los días autumnales el sentimiento de tristeza, evocación e incluso de melancolía en estado genuino semeja arraigarse y dominar el espíritu de las personas en los umbrales de la ancianidad más estricta.

Así ocurre con el del articulista al conocer a comedios de noviembre del año todavía en curso el fallecimiento de su muy viejo amigo el profesor Manuel Abad Gómez, pieza maestra y refulgente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba en una de las etapas quizás de mayor esplendor de las numerosas conocidas hasta el presente por el viejo y entrañable edificio de la inigualable Judería cordobesa.

Gaditano-ceutí de la más alquitarada prosapia -su humor era inimitable y su vis cómica anchurosa y contrastada- fue ante todo y sobre todo excelente padre de familia, docente vocacionado hasta el menor de los detalles, amigo fervoroso y, en último pero en modo alguno inferior extremo, partidario y miembro del «Aquel PSOE...», debido singularmente a la singular afección que le uniera con la primera esposa de Felipe González, la sevillana Carmen Romero; y también al estremecido fervor socialista que se adueñara en el tardofranquismo de las aulas y claustros de la Hispalense.

Pocos años después, incluido, muy descollantemente, en la escuadra profesoral con la que se iniciara el recorrido de la Facultad de Letras cordobesa, ejerció tal despliegue con un magisterio inolvidable, alzado sobre el eje binario que articuló su formación en la ‘Alma Mater Hispalense’ de la «década prodigiosa» de la centuria pasada. Catedráticos casi en todo diferentes pero vinculados fuertemente por el amor desbordado a sus respectivas materias y al noble y sin igual oficio universitario, el genial latinista zamorano Agustín García Calvo y el riguroso y sobrio filólogo catalán Francisco López Estrada alimentaron primordialmente una docencia que conjugó, de forma admirable, la acribia con el estilo más ágil y dinámico en el estudio y exposición de los saberes literarios, en un mezcla irrepetible y muy difícil de seguir o imitar. En la memoria oral -tal vez la más persistente- de los oyentes de sus clases y seminarios su recuerdo se ha convertido en legendario. Su asombroso sentido del humor, bondad turbadora y optimismo cimero constituían cualidades que le granjeaban el aplauso irrestricto de colegas y discípulos. En las conversaciones o tertulias en que interviniera el ingenio y la alegría de vivir por encima de sinsabores y desdichas estaban por entero asegurados, con el refrendo acalorado de copartícipes y colegas.

Ojalá que para el bien de nuestro país (necesitado más que nunca de una reforma integral y radical de los estudios humanísticos) la huella de tal presencia no se borre en mucho tiempo. Implicaría el homenaje más justo y querido a su peraltada labor y la prueba más fehaciente de que su amada España retornaba a cumplir con su mejor destino.

** Catedrático

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