Opinión | ENTRE LÍNEAS

Lo que tenemos de catalanes

El nacionalismo es reflejo de esa corriente cultural del siglo XIX que es el romanticismo

En un bar cercano a la plaza de Colón, tras el último partido Barça-Madrid, y como no podía ser de otra forma, volvía a salir el ‘asunto catalán’ en las conversaciones. Un amigo se quedó sorprendido al saber que al ladito mismo tenía la iglesia más barcelonesa de Córdoba: La Merced, heredera y exponente en la ciudad de esa catalanísima orden real y militar de redención de cautivos, tan querida en Barcelona como en Córdoba, en Pozoblanco o en las también muy andaluzas ciudades de Cádiz y Jerez, en donde incluso es la patrona.

El escudo de la orden, con la cruz mercedaria en la parte de arriba y la señera con todas sus barras abajo, luce orgulloso, por ejemplo, en la cancela del Patio del Reloj de Sol que da a la calle Reyes Católicos, así como en el retablo y en numerosos rincones de una iglesia que a fuerza de ser catalana es cordobesísima. Y no solo porque la Diputación de todos los cordobeses sea su titular. Por ejemplo, también fue el primer lugar donde la Iglesia reconoce que se apareció nuestro castizo San Rafael. Fue a fray Simón de Sousa, en 1278. «Eso demuestra lo mucho de españoles que tienen los catalanes», apuntó un amigo. Pues sí. Pero, si me apuran, y ahí está la clave, también recuerda lo muy catalanes que somos los cordobeses. Porque podrían señalarse muchísimos otros ejemplos a lo largo de la historia cercana de Córdoba, como esos cien mil emigrantes que desde los años 50 comenzaron una nueva vida en Cataluña, o aquella Cepansa (la Algodonera) que con capital catalán creó tanto empleo y ayudó a configurar la actual Córdoba. Y si nos remontamos a siglos, incluso hablar de los almogávares de los reinos cristianos, principalmente de la Corona de Aragón, que participaron en la conquista cristiana de Al-Andalus. Alguna vez he oído con orgullo y cierta sorna que aquellos bravos guerreros, «sus antepasados», conquistaron Andalucía. Aunque bien mirado, los almogávares son «nuestros» antepasados, ya que «ellos», los del Norte, descienden de los que se quedaron tan ricamente en sus tierras, ¿no?

Y es que, verán, ser nacionalista no tiene nada que ver con ser patriota, por mucho que algunos se arroguen la capacidad de decidir que «éste es más andaluz que aquel, ese otro menos catalán que el de al lado y yo más español que tú», o tonterías similares. Por su parte, el nacionalismo (todos los nacionalismos) es reflejo de esa corriente cultural del siglo XIX que es el romanticismo, y que en política viene a ser lo que ‘Rimas y Leyendas’, de Gustavo Adolfo Bécquer, a la literatura española: un pensamiento político repleto, precisamente, de leyendas en los argumentos y de rimas en eslóganes y canciones emocionales. El nacionalismo es el romanticismo ante las urnas.

Y si todas las corrientes políticas dan pie para hacerse preguntas, con el nacionalismo (insisto, todos los nacionalismos), y más en un mundo globalizado, ya es de traca. ¿Se puede ser demócrata obedeciendo las leyes ‘a la carta’? ¿Quién decide qué norma se puede desoír y cuándo? ¿Quién define, con qué criterio y en qué se basa para decirse que una cultura pertenece a una parte de una comunidad y no a otra? ¿Alguien nacido en Sabadell ya no puede llevar como nombre artístico «de Córdoba»? ¿El que nace en El Castillo (Tarragona) es catalanísimo y el que lo hace en San Rafael del Río (Castellón), a 45 metros, ya no lo es en absoluto? Si todo idioma se ha creado para comunicar, ¿usarlo para no entenderse tiene sentido? ¿Cuántos meses debo vivir en un sitio para cambiar de nación? ¿Qué gen exactamente marca la condición moral y las ideas políticas?... Ya ven: el nacionalismo más que dar respuestas llama a hacerse preguntas.

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