Opinión | TORMENTA DE VERANO

Jurar la Constitución

No existen las soberanías autonómicas ni hay otras mini constituciones

Destaca en esta semana el acontecimiento histórico del juramento de la princesa de Asturias como heredera de la Corona, a «desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas» como mandata el artículo 61 de la Constitución al alcanzar la mayoría de edad. Del eco de estas palabras, y del posterior mensaje de Leonor de Borbón en el Palacio Real, sobresalen numerosos destellos que iluminan los sombríos derroteros por los que otros transitan. El primero de ellos es el poder de la soberanía nacional, que descansa en las Cortes Generales constituidas en nombre y representación de todo el pueblo español. Allí es donde se produce el juramento, para manifestar que ellas son el máximo poder del Estado más allá de parlamentos regionales o la pretendida imposición de las minorías totalitarias. No existen las soberanías autonómicas ni hay otras mini constituciones. El segundo es el sometimiento expreso a la Constitución que recoge los principios democráticos y los valores fundamentales de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político junto a la dignidad de la persona. Nada ni nadie por encima de la Constitución ni al margen de las leyes, como recoge el artículo 9 de la propia Carta Magna, que está próxima a celebrar su 45 cumpleaños. Por eso es fundamental cumplir y hacer cumplir la legalidad, pues fuera de ella no existe la convivencia, sino la conveniencia, la desigualdad y la tiranía.

En este marco legal, se sitúa la lealtad a la Corona, como símbolo de la unidad y permanencia del Estado. No se trata de una corona impuesta como algunos pretenden, sino que forma parte de una monarquía parlamentaria votada abrumadoramente por el pueblo español el 6 de diciembre de 1978, que goza de la misma legitimidad que el resto de instituciones democráticas, que entronca con nuestras raíces históricas y que, además, contribuyó de forma definitiva a la llegada de la democracia y las libertades a nuestro país. Ciertamente, no es un modelo perfecto del que se puede discrepar y estimar que otras formas de Jefatura del Estado pueden ser adecuadas, pero la realidad histórica y legal, y la voluntad soberana del pueblo, establece un modelo totalmente legítimo.

Claro que todos los juramentos no son iguales. Llama la atención que en un acto histórico de tal calado, que se celebra porque además resulta una obligación legal, se ausenten representantes de esa soberanía. Se explica en aquellas fuerzas antisistema que desean situarse al margen de la Constitución y las leyes que emanan de las propias Cortes Generales de las que forman parte. Si el de Leonor es un juramento de convicción y compromiso, la fidelidad para otros no es un valor en alza. Son quienes han jurado sus cargos en falso y cruzando los dedos, quienes se sirven del sistema para atentar contra él, quienes anteponen la dictadura de sus criterios y no aceptan la voluntad de las mayorías, la de quienes pretenden privilegios y desigualdad desde una visión asimétrica del Derecho y la Historia. El desplante, el boicot, la desconsideración manifiesta que procura la negación misma del otro, desgraciadamente se han puesto de moda por quienes no están a la altura de sus responsabilidades ni son un ejemplo de convivencia. Coinciden con quienes se ausentaron en el día de la celebración de la Fiesta Nacional hace unas semanas, ratificando su narcisismo identitario y excluyente. Lo lamentable es que a todos ellos se les ofrezca un papel determinante en la construcción del futuro político inmediato de nuestro país, precisamente a quienes no creen ni en su Constitución, ni en sus leyes ni en sus símbolos: un despropósito dejarse secuestrar por ultras supremacistas y golpistas. Aún estamos a tiempo.

** Abogado y mediador

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