Opinión | A PIE DE TIERRA

Hemos perdido el norte...

Cuando una sociedad se alimenta del insulto carece de la capacidad para asumir el diagnóstico

Tras el triunfo incontestable, meritorísimo y modélico de la selección española femenina en el pasado Mundial de Fútbol, este país ha vivido un brote esperpéntico tan gigantesco y desorbitado como demencial y bochornoso, que por una parte ha oscurecido en alguna medida su gesta; por otra, nos ha sumergido de lleno en el teatro del absurdo, superando con mucho el vodevil costumbrista que sustenta la idiosincrasia patria y alimenta a diario nuestro retablo de las maravillas; y, finalmente, ha contagiado al resto del mundo, que no ha percibido su condición de cortina de humo y debe estar alucinando. Esta sociedad nuestra posmoderna -o como quiera que la califiquen ahora los gurús del pensamiento único y vocación inquisitorial- está alcanzando cotas de despropósito tales, que, en un peculiar efecto rebote, se terminan igualando con el que comete la falta quienes después tratan a toda costa de lincharlo (cuando en este caso no lo hicieron antes a pesar de sus muchos ‘méritos’ acumulados’), en un espectáculo grotesco que avergüenza a millones de personas, obligadas a asistir, impotentes, a este derroche de fariseísmo y estulticia al tiempo que reprimen las ganas de salir corriendo hacia algún país vecino en el que poder vivir al margen de la locura que nos ha poseído.

Los analistas coinciden en que los resultados de las últimas elecciones generales fueron endiablados, pero pocos insisten en la idea más importante y destacada que deriva de las mismas: los españoles han apostado mayoritariamente por los dos grandes partidos tradicionales, con un ganador más o menos claro que, como viene siendo habitual desde el inicio de nuestra democracia, ha recibido el encargo real de formar gobierno. Lo normal en tales casos, y lo mejor para el interés general, avalado por muchos millones de votos, sería un entendimiento entre ambos, la firma de acuerdos en beneficio de todos que insuflen orden y estabilidad en nuestras vidas, controlen la inflación y contengan la descomposición territorial y social que nos aqueja. En cambio, se ha apostado por sectarismo, polarización, desigualdad, fragmentación y extremismo, hasta el punto de cuestionar nuestra identidad como individuos, la idea de Estado y el futuro de los españoles. Por si fuera poco, quienes alimentan esta opción lo hacen desde posicionamientos autoritarios y sesgados que tratan de imponer desde el dogmatismo, la superioridad moral y un cierto supremacismo, lo que les resta credibilidad. Agrandan así la distancia con «el diferente», al que denigran y terminarán por imponer qué debe pensar, qué hacer y cómo comportarse, abundando con ello en su tendencia excluyente.

Mientras tanto, asistimos a un espectáculo lamentable de insultos, descalificaciones e incluso difamaciones que nos desacredita ante Europa, nos denigra y pone en evidencia nuestras miserias, sin caer en la cuenta de que todos en general, pero de forma muy particular quienes encabezan las instituciones, tenemos la obligación de regirnos, como principios básicos y cotidianos de vida, por el respeto sin fisuras al otro, la altura de miras, la generosidad, la justicia y un cierto sentido del bien colectivo al que hemos de contribuir dando ejemplo. Justo lo contrario del personalismo, el buenismo, la pésima educación, el todo vale y esa llamada insensata a la libertad absoluta que termina convirtiendo en un caos lo que debería ser convivencia; porque una sociedad no puede avanzar, crecer ni afirmarse sin unos límites claros y bien definidos.

Este principio fue ya inventado hace varios milenios, pero, sumidos como estamos en la mediocridad, el arribismo, la ignorancia, la ineptitud y la total falta de autocrítica, a muchos no les da la neurona ni siquiera para acudir a la antigua Grecia y tomar ejemplo de sus profundas concepciones políticas o filosóficas, en la base de los más grandes logros de la humanidad. Son cuestiones de Perogrullo, que, no obstante, han desaparecido oportunamente de nuestro día a día, hasta el punto de que hablarle hoy a alguien de méritos, capacidad, esfuerzo, disciplina o autoexigencia es peor que mentarle a la madre. Cuando una sociedad se alimenta del insulto, el divisionismo, la bajeza moral, la falta de ética y también de estética -a pesar de tanto postureo- es que está enferma de gravedad y, aún peor, carece de la capacidad para asumir el diagnóstico.

Sirva esta reflexión en abstracto para retomar el curso académico y político. La situación es tan espinosa que son legión los que han decidido seguir el esperpento nacional desde la distancia, no ver los telediarios, leer la prensa y ni siquiera hablar sobre ellos para evitar enfrentamientos con familiares y amigos, al tiempo que se alejan, quizás definitivamente, de la política. Por desgracia, eso no les evitará tener que asistir a componendas, chanchullos y amaños que conculcarán su sentido de la dignidad y de la decencia. La realidad política y sociológica española no parece apta para cardíacos.

* Catedrático Arqueología de la UCO

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