Opinión | VIENTO FRESCO

Alpinismo de chequera

No es preciso llegar al Himalaya para detectar y sufrir esa falta de amor a la montaña

La muerte de Mohammad Hassan en el bien denominado Cuello de Botella del K2 ha sido noticia. Breve noticia, si se compara el espacio que ha ocupado con el asignado a otros contenidos menos trascendentes pero con mayor aceptación popular. Pero, ¿qué trascendencia tiene que un porteador muera realizando su trabajo mientras los clientes --me niego a llamarles montañeros-- pasaban de largo sobre su cuerpo agonizante? Para mí la tiene, y mucha, porque más allá de la baja catadura moral de quienes literalmente esquivaron a Hassan para proseguir hacia la cumbre, este hecho es una elocuente señal de que el mercantilismo no se detiene ante nada y ante nadie.

Las palabras de Sebastián Álvaro, explorador y filósofo de la montaña, en su reciente artículo ¿Cuándo se jodió el himalayismo? publicado en la revista Desnivel y accesible también por vía electrónica, son el mejor resumen de la situación. Nos hallamos ante una comercialización de la práctica del montañismo en la cual no cabe ningún atisbo de humanidad para priorizar lo éticamente incuestionable como es la vida de alguien. Para los usuarios --nunca montañeros, insisto-- de ese alpinismo de compra-venta de recursos y servicios, lo importante es hacer cumbre y volver a casa con el triunfo conseguido gracias a todos los apoyos que incluya el contrato. Con un poco de valor, algo de fondo físico y buena chequera --esto último, requisito imprescindible--, conquistar cimas es menos difícil. Todo vale. Ya no cabe la humildad del ser humano frente a la grandeza de los paisajes. Ya no existe la duda, el interrogante que obliga a elegir entre una vía u otra, entre proseguir o rendirse. Ya solo hay un norte, una meta posible: llegar. No importa a qué precio --en la amplitud del término--, no importa cuánta basura se deje en el paraíso, cuántas cabezas haya que pisar, cuántos cadáveres que esquivar. La fotito inmortalizando el triunfo, la valentía de pacotilla de contar que se estuvo allí --allí donde las propias fuerzas no habrían resultado suficientes--, bien lo valen para esa clase vip que busca nuevos territorios para contaminarlos de su mezquindad.

Yo creo que, ante todo, es cuestión de sensibilidad. Mejor dicho, de su carencia. No es preciso llegar al Himalaya para detectar y sufrir esa falta de amor a la montaña, para toparse en una sencilla excursión senderista con la zafiedad de quien coloniza el pico, el ibón, la estampa delicada de un paraíso, para someterla a sus gritos, a su irrespetuosa actitud en ese altar de dioses. Esas personas que confunden el disfrute de la naturaleza con una verbena también merecen mi repulsa. No me cuesta imaginarlas en el K2 pisoteando a Hassan, quizás protestando por ese bulto en medio del camino y preguntando con pasión de influencers cuándo habrá cobertura para enviar un posado guay a redes sociales. Y aún se quejarían de fallos del producto adquirido. Normal: si han satisfecho un importe, pueden exigir. La montaña, esa montaña donde moran las hadas y palpitan emociones, esa montaña de amaneceres de escarcha y lluvia que escribe poemas, degradada a objeto de transacción, a escenario para gestas al alcance de quien las pueda pagar.

Quien no ofrenda su silencio a la majestuosidad de una cascada, a la serena amplitud de una estiva, al escenario milenario y siempre nuevo de crestas y valles, no tendrá ojos ni tiempo para dedicar a Hassan. Y Hassan, a cambio de calderilla, seguirá muriendo víctima de unos mercaderes y de la indiferencia de una legión de impresentables disfrazados de montañeros.

*Escritora y montañera

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