Opinión | COSAS

El gran Ibáñez

Filemón era un ‘Ecce homo’ de la ramplonería, el ‘homo mensura’ donde se galvanizaban todas las hostias

El Cinema Paradiso no solo se encuentra en una pared encalada -por cierto, honor y gloria a Martín Cañuelo cuya pérdida ha hecho que los cines de verano cordobeses este año hibernen en plena canícula-. Yo también los hallaba en unas viñetas; en el extinto paisaje de un arroyo sin abovedar junto al puentecillo de El Brillante, allí donde Paco hacía imaginarias en su quiosco y uno recogía cada quincena un ejemplar de ‘Mortadelo’, sintiendo de alguna manera el alborozo de Jim Hawkins al hallar el tesoro. Gracias a esa publicación, y por el bizarro entusiasmo del ‘Corsario de Hierro’ me aproximé a las guerras del Canadá entre ingleses y franceses; me apropié del escorzo final de las ‘Hermanas Gilda’, con su caída con las piernas hacia arriba, para simbolizar perpetuamente una sorpresa que deja patidifusos a los oyentes. Pero, sobre todo, rendí devoción sincera a aquella pareja de detectives mediocres, un Quijote y Sancho pasados por el tamiz del astracán, una lija desgastada de ‘La Codorniz’ y la mala leche de los buenos hombres que tuvieron que tomarse el quinario de la posguerra.

Ha muerto Francisco Ibáñez y qué menos que rendirle un modesto homenaje por todas esas horas de divertimento. Filemón era un ‘Ecce homo’ de la ramplonería, el ‘homo mensura’ donde se galvanizaban todas las hostias. Podría pensarse que esas historietas de mamporros están desfasadas y que un pedagogo con la piel muy fina observaría con desdén ese humor ingenuo y canalla, una pantalla superada en esta huera hegemonía del presentismo. Pero estos castañazos blancos entroncan con las marionetas de los teatrillos medievales, el cándido asombro que indulta una mayor audacia frente a la censura. Me gusta imaginar como auténticos super héroes no a los protagonistas de los tebeos, sino a sus creadores. Y en aquellos dibujantes de la editorial Bruguera acaso primaba una biografía gris, acompasada a la mieditis del franquismo, tal vez con la excepción del singular Vázquez, una vida crápula que le daba para auto parodiarse o acercarse con Leovigilda y Hermegilda al paroxismo de aquellos anuncios radiofónicos donde se alternaban las salutaciones al caudillo, con la tonadilla de anís Castellana. Quisiera imaginar a aquellos jornaleros del rotulador como unos redactores del ‘Washington Post’, donde entre tanta ‘cafrada naif’ se encriptaban reivindicaciones de una mayor libertad creativa y pequeños pinitos para denunciar la opresión. Y quizá ‘13 Rue del Percebe’ sea esa contribución ibañesca, la conversión de la ‘Historia de una escalera’ de Buero Vallejo, llevada al lenguaje de los billares. Incluso, sus onomatopeyas, y esos insultos quevedianos son preludios de los emoticonos. Mortadelo fue el elegido. Podemos dar fe que existía alguien más camaleónico que David Bowie, aunque su calvicie y esa levita de enterrador no le hacía particularmente atractivo. Pero esa magistratura en los disfraces aseguraba su permeabilidad en tiempos de cambio. Carlos Areces, el polifacético artista, es mucho más fan que un servidor. Como en la radiografía de un cuadro de Rembrandt, llegó a descubrir en un dibujo original a otros trasuntos sustitutos de Mortadelo y Filemón, cuando el autor y la editorial Bruguera jugaban al Barça y a Messi, aunque esta vez con un final feliz. Ninguna de las obras de Ibáñez es ‘Maus’, la novela gráfica que consiguió el Pulitzer denunciando con un animalario las tropelías del nazismo. Tampoco ‘Persépolis’, donde su autora refleja las satrapías de la dictadura iraní. Y quizá no desprenda el haló poético de ‘Miyazaki’, que juega con una expectante opacidad en ‘¿Cómo vives?’, la última película de animación del legendario creador japonés. Pero los últimos premios nacionales de ilustración a Díaz Canales y Guarnido, los creadores del detective gatuno Blacksad, rinden homenaje a Ibáñez, el gran Francisco Ibáñez.

** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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