Opinión | SIN FRONTERAS

Pedro Casaldáliga, un egregio obispo

Fue preclaro defensor de la Teología de la Liberación, tan novedosa en aquel tiempo

En pocos días se cumplirá el tercer aniversario de la muerte de Pere Casaldáliga Plá (Balsareny, Barcelona, 16 de febrero de 1928-Batatais, Sao Paulo, 8 de agosto de 2020), cuyo cuerpo reposa junto a la ribera del Araguia, lugar donde él mismo inhumara a cientos de indígenas. Descendiente de campesinos y de padre vaquero, ingresó en 1943 en la Congregación de Hijos Misioneros del Inmaculado Corazón de María. Fue ordenado sacerdote en Montjuic en 1952. Tras su paso por Sabadell, Barcelona, Barbastro y Madrid, ciudades en las que ejerció diversos cargos, llegó a Brasil en 1968 con el objetivo de fundar una misión claretiana. Faltaba allí de todo: sanidad, educación, así como una buena dosis de justicia. Además, el pueblo al que se disponía a ayudar ni era muy consciente de sus derechos, ni tenía arrojo para reclamarlos. De ahí que, al llegar, su primera tarea fue la de crear clínicas y escuelas. Levantó su voz exigiendo justicia para los sin tierra, quienes sufrían atrocidades por parte de las grandes firmas y los latifundistas. En el Mato Grosso protegió a los indios de la etnia Tapirapés. Al igual que ellos, moró en una humilde casa de campesinos, fiel a su axioma de «no poseer nada, no llevar nada, no pedir nada, no callar nada y, de paso, no matar nada». Este fue su lema desde que fuera nombrado obispo de Sao Félix do Araguáia en 1971. Un año antes ya había sido designado administrador apostólico de la Prelatura a la que serviría. La de ese catalán que salió de España para nunca volver a la tierra que le vio nacer. Para mi generación, tan mítico eclesiástico se convirtió, entre los jerarcas católicos, en un gran referente. Fue preclaro defensor de la Teología de la Liberación, tan novedosa en aquel tiempo. Sufrió por ello: padeció la persecución de los poderosos; sufrió atentados durante la dictadura militar, en los que llegó a peligrar su vida; llegó incluso, entre los suyos, a ser encausado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Inquisición. Al cumplir la edad reglamentaria como prelado, aceptó su retiro con humildad, manifestando que «si el obispo que me suceda desea seguir nuestro trabajo de entrega a los más pobres, podría quedarme a trabajar con él como sacerdote; de lo contrario buscaré otro lugar donde poder acabar mis días al lado de los más olvidados». Su ejemplo no proliferaba: basta lanzar una mirada rápida sobre el proceder de otros mitrados de la institución romana para advertirlo. A aquellos que optaron por seguir el mensaje de Jesús de Nazaret les amenazaba el ostracismo procedente de la oficialidad instalada en el sistema.

Él sí comprendió las claves liberadoras del Evangelio, aquel que se funda en el Dios de los pobres. En su ministerio representó a una Iglesia del pueblo, en la que Jesús no había venido para encarnar una ideología a favor de las capas dominantes. La conmemoración de su muerte y resurrección no se limitaba para él a un mero recuerdo del pasado, sino que, como sostuviera Juan José Tamayo, se convertiría en «memoria subversiva» de una realidad trágica y a la vez esperanzada, vivida por los que de mil maneras sufren la muerte y por los que esperan un mañana más fraterno. Por eso, en su línea más profética, Casaldáliga denunció a los opresores e hizo suya la causa de los menesterosos.

En el Mato Grosso impulsó los centros de cultura popular. Mantuvo vínculos estrechos con el movimiento obrero, con los sindicatos, partidos políticos y demás grupos sociales que luchaban, como él, por una sociedad más justa e igualitaria. Vivió con ellos su fe, encarnada en múltiples compromisos. Supo hacer Iglesia con la población, se comprometió con la realidad más humilde, aportando al pueblo su fe liberadora. En su diócesis, como sucesor de los apóstoles, aprovechó su pastoral para fomentar una verdadera comunidad de creyentes, participó de las aspiraciones y sufrimientos del vecindario, sobrevivió y luchó junto a él. Les llevó la Buena Noticia del Evangelio, aquella que exige liberación para los avasallados, y que señala hacia otra Iglesia que, en la pobreza, acompaña y ayuda al desarrollo. Una iglesia que, como invocara mi añorado cura Diamantino García Acosta, fuera más radical con la doctrina de Cristo, para llevar a la práctica las Bienaventuranzas. Ese fue su modelo, el de quien supo que, para honrar a las personas, había que denunciar los atropellos que contra ellas se produjeran. De ahí las fundaciones del Consejo Indígena Misionero y de la Comisión Pastoral de la Tierra que impulsó este insigne monseñor, este obispo para la memoria al que llamarían Don Pedro.

** Catedrático

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