Opinión

Fútbol, racismo, árbitros y suflés

El jugador de fútbol Vinicius hizo unas declaraciones en las que afirmaba que España es un país racista

Nunca me ha gustado el fútbol. Ni verlo ni jugarlo. Crecí rodeada de hermanos y primos que sí jugaban y yo, a mis ocho años, no quería quedarme fuera. Cuando pretendía unirme a ellos, que conocían mi incompetencia psicomotriz para seguir una pelota, me decían: «Tú, de árbitro». Y yo corría detrás de la pelota sin silbato y sin saber qué hacer, hasta que me aburría y me iba. No recuerdo que me enfadara. Quizá escondía el enfado en el fondo de mi subconsciente o quizá me distraía enseguida con otra cosa. Tampoco recuerdo que me insultaran o se burlaran de mí, única chica del grupo. Lo curioso es que cuando volvían a jugar, yo -a pesar de mi torpeza motora y mi falta de interés por cualquier tipo de deporte- volvía a intentarlo. ¿Quería jugar al fútbol? No, quería estar dentro del grupo, no ser excluida.

He recordado estas cosas al saber lo sucedido con un jugador que se llama Vinicius y al que hasta ahora no conocía. No suelo atender las noticias sobre fútbol. Siempre noto un tono excesivo, demasiado intenso y asocio las retransmisiones con la tristeza de los domingos por la tarde de mi infancia. Así todo, no he podido sustraerme a esas imágenes bochornosas que mostraban a un gran número de personas en un campo de fútbol vociferando e insultando al jugador por... ¿ser negro?, ¿jugar bien al fútbol? Parece que también querían que se fuera de ahí, excluirlo. Mis hermanos y mis primos eran más sutiles. Mucho más.

El jugador no guardó sus emociones en lo más profundo del subconsciente y decidió actuar: hizo unas declaraciones en las que afirmaba que España es un país racista y publicó imágenes de anteriores agresiones en otros estadios de nuestro país ocurridas en los últimos dos años. Entonces mucha gente se ofendió. Eso sí que no, clamaron. Algunos políticos utilizaron los argumentos que le resultaban más favorables a corto o largo plazo, como que los únicos racistas son un partido rival, o que la culpa la tiene el hablar tanto del cambio climático; los participantes en tertulias de radios y televisiones alzaron aún más de lo habitual sus voces esgrimiendo razones que oscilaban entre que el jugador era un provocador, hasta que no somos una país racista, aunque -reconocían- algo de racismo hay. El tema hirvió como un suflé en los medios durante unos días, y luego se deshinchó dando paso a otros temas sin que se haya podido esclarecer lo que, al margen del fútbol, nos preocupa a algunos: si hay racismo entre nosotros tendremos que saberlo; si no, ¿cómo lo vamos a combatir?

¿Cuándo podemos decir que un país es racista? ¿Tiene que estar institucionalizado un ‘apartheid’ o al menos un porcentaje de exclusión para que lo sea? Lo cierto es que conductas y actitudes racistas existen y estamos perdiendo el miedo a exhibirlas. Es como si nos estuviéramos contagiando de esa chulería que ha dejado de estar mal vista y gritemos: «Sí, soy racista, ¿qué pasa?»

Hasta no hace mucho, actitudes similares tan presentes como las referidas a los gitanos, se decían en voz baja o se ocultaban al hablar. No tanto al actuar. Pero en los últimos tiempos he visto que la exclusión adopta a veces formas sorprendentes: padres y madres aparentemente solidarios, responsables e interesados en la educación de sus hijos, evitan llevarlos a determinada escuela pública porque acoge a muchos inmigrantes. O personas que en su juventud tuvieron que emigrar a Holanda o Alemania para trabajar y asumieron los puestos más penosos, ahora recriminan que organizaciones como Cáritas o Cruz Roja ayuden a inmigrantes, a esos inmigrantes que acusan de quitarnos puestos de trabajo, sin percatarse de que los puestos que ocupan son los que desdeñamos, como ellos los ocuparon en el pasado.

Pero el suflé se ha deshinchado y ya no se habla de él, y me pregunto si volverá a asomar y a desaparecer en un ciclo que se repita una y otra vez sin llevar a ninguna parte, o si -por el contrario- un día crecerá hasta que estalle. A los ocho años no me planteaba esas cosas: quería jugar y no ser excluida, como todos hemos querido, antes y ahora. Quizá era más lista, o quizá no, porque no sabía que ser árbitro podía consistir en algo más que correr detrás de los jugadores con un silbato o delante de ellos y de aficionados enfadados con sus decisiones. No sabía que además pueden hacer negocios bajo cuerda, como leí en otro titular hace unos días. Me parece que la noticia también ha desaparecido. ¿Otro suflé?

*Psiquiatra

Suscríbete para seguir leyendo