Opinión | A PIE DE TIERRA

La profesión de arqueólogo (I)

Mover toneladas de tierra sin garantías y sin planificación ha provocado desastres irreparables

Por más que para muchos el perfil de la profesión de arqueólogo sea eminentemente técnico, asociado al planeamiento urbanístico, proyectos de investigación, intervenciones de urgencia o conservación y puesta en valor de los yacimientos excavados, un arqueólogo es, ante todo, un investigador forense cuya labor consiste en reconstruir, interpretándolas desde la multidisciplinariedad y el máximo rigor histórico, las vicisitudes de culturas anteriores a la suya a partir de los restos materiales de las mismas; lo que en absoluto puede limitarse a la recogida más o menos sistemática de información. No se trata de primar la metodología en perjuicio de la heurística, de confundir lo instrumental con lo epistemológico, sino todo lo contrario, cerrando además el ciclo: un arqueólogo completo debe responsabilizarse de canalizar los resultados de su trabajo en modo que puedan ser asumidos de forma rápida y con profundidad por la comunidad científica -es decir, excavando, estudiando materiales, proponiendo hipótesis, interpretando, publicando, exponiéndose al debate...-, pero también de transferirlos, de devolverlos a la sociedad y ponerlos a su servicio.

Existen muchos perfiles profesionales de arqueólogos: desde los investigadores con o sin docencia a su cargo, que suelen desarrollar su trabajo adscritos a departamentos universitarios, institutos o centros especializados; pasando por los que trabajan en labores de protección, conservación y difusión del patrimonio a nivel local, a veces desde el ámbito empresarial; a quienes lo hacen exclusivamente en la Administración y la gestión, en el marco de ministerios, direcciones generales, diputaciones, ayuntamientos, delegaciones autonómicas, museos o conjuntos arqueológicos; aparte, por supuesto, de los que se dedican a la industria cultural, la enseñanza no universitaria o la arqueología preventiva, entre los cuales verdaderos virtuosos de la práctica de campo y, por qué no, también de la interpretación.

El problema es que durante los últimos cuarenta años el mayor porcentaje de quienes han decidido iniciarse en la profesión lo ha hecho desarrollando tareas en empresas o como arqueólogos libres (en ocasiones desde el más puro diletantismo), contratados coyunturalmente para intervenciones preventivas o de urgencia por aquellas mismas administraciones o por promotores privados que, conforme al principio medioambiental de «quien contamina, paga», financiaban y exigían fidelidad y servilismo casi en igual medida. En realidad, una falacia, por cuanto quien acaba pagando los costes de las intervenciones en el caso de promociones privadas son siempre quienes compran las casas, y en el de las promociones públicas todos los contribuyentes, al revertir la financiación sobre unos y otros. Limitan así sus objetivos a resolver los problemas coyunturales derivados de la liberación de suelo con fines urbanísticos y la afección al subsuelo, obviando en buena medida la investigación en sentido estricto. Ellos son los que de manera habitual, y en contraposición con el mundo académico, reciben el calificativo de arqueólogos profesionales y/o comerciales; término el primero poco preciso y muy discutido, pues igual de profesionales son, en principio, quienes hacen arqueología en la universidad, las administraciones, los museos, los laboratorios o los centros de investigación al uso.

En la mayoría de los casos la presión del entorno y del sistema, la necesidad de saltar a un nuevo corte ante la falta de financiación para el trabajo de laboratorio y el correcto procesado interpretativo de la información, la urgencia derivada de la especulación salvaje, condicionan en gran medida sus trabajos, reduciendo así la responsabilidad de aquellos arqueólogos implicados en las deficiencias metodológicas de todo tipo detectadas durante dicha etapa y -mucho más importante y trascendente- en las pérdidas de conocimiento, entre las que incluyo la acumulación de toneladas de materiales en museos y almacenes institucionales sin perspectivas ciertas de ser estudiados jamás. Por fortuna, a día de hoy las intervenciones de urgencia se han reducido de forma drástica, pero los principios que las han guiado durante las últimas décadas se mantienen en buena medida intactos y siguen, entre otros desafueros, las destrucciones. Es decir, genéricamente hablando no hemos aprendido nada, y ahí está el drama. Como ha afirmado con rotundidad y toda la razón F. Criado, la arqueología comercial ha sido un proyecto fallido.

No es mi intención, sin embargo, infravalorar, y mucho menos denigrar, el trabajo bien hecho por parte de numerosos profesionales que, en algunos casos, han sabido además encontrar la confluencia entre el ejercicio libre de la profesión y la investigación pura y dura. Critico el sistema; que se muevan toneladas y toneladas de tierra sin las debidas garantías; la falta de planificación y las pérdidas compartidas; la venalidad y las prisas...; un ‘mixtum’ complejo que ha provocado desastres irreparables e intervenciones muy costosas en términos económicos y sociales, inútiles para la creación de valores científicos, culturales o patrimoniales. De ahí la necesidad de reconducir el modelo.

** Catedrático de Arqueología de la UCO

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