Opinión | TRIBUNA ABIERTA

Cuatro miradas sobre Rafael Mir

Fue impulsor y participante activo en las Primeras Conversaciones Nacionales de Teatro

A la hora de escribir sobre mi amigo Rafael Mir se me agolpan los recuerdos como un nudo en la garganta y he de poner cuidado en ordenarlos y condensarlos. Para no rebasar una extensión prudente elegiré cuatro; cuatro miradas entre muchas posibles, evocadoras de episodios que compartimos.

Primera. Lo conocí y traté por primera vez a finales de 1965 en el Círculo de la Amistad cuando él tenía 35 años. Fue impulsor y participante activo en las Primeras Conversaciones Nacionales de Teatro, en las que dirigió mesas redondas y animó debates, codeándose con intelectuales españoles de primer nivel en un clima de libertad vigilada por el delegado de Información y Turismo allí presente, que era un poeta culto y dejó hablar. Y es que se aprovechó el pretexto de analizar el teatro en España para hablar también de los problemas que muchos autores malditos encontraban para llevar a los escenarios la realidad social y política del momento, asfixiada por la terrible censura. Allí estaban José Monleón, Sanchís Sinisterra, Antonio Gala, Lauro Olmo, Alfredo Marqueríe, Armando Moreno, Nuria Espert, Guerrero Zamora, José Luis Alonso y otras gentes del teatro, afamadas o malditas. De todo ello quedó constancia detallada en la revista de teatro ‘Primer Acto’. Y aunque han pasado más de cincuenta años permanece grabada en mi memoria la foto fija de Rafael en aquella mesa del salón del cine club -en cuya fundación había participado- dirigiendo con pulso firme y mente clara coloquios culturales con claro trasfondo político.

La segunda mirada se remonta a marzo del 78, cuando el ministro de Cultura Manuel Clavero Arévalo le nombró delegado provincial, el primero que existía en Córdoba. Enseguida acudí a su despacho para pedirle una entrevista que publicó el Diario CÓRDOBA, en la que se atrevió a decir que «Córdoba es una provincia de una gran incultura». Advirtió entonces que no haría una política cultural de partido o una cultura burocratizada. Aún no había cumplido quince meses en el cargo cuando presentó su dimisión en un valiente artículo en forma de carta abierta dirigida al ministro en la que lamentaba la incomprensión que encontraba tanto en el partido gobernante (UCD) como en el ministerio. «Con mi dimisión irrevocable, adiós», terminaba lacónicamente. Pese a la brevedad del mandato reactivó la recuperación de Medina Azahara y encauzó la creación del magnífico Archivo Histórico Provincial en la antigua parroquia de Santo Domingo de Silos, que encontró en estado ruinoso.

La tercera mirada se dirige a la presentación en el Salón Liceo de su libro ‘Memorias en el umbral de la desmemoria’, en la que me pidió participar, lo que me sorprendió por mi escaso merecimiento como no fuese nuestra amistad. Busco ahora los folios que leí y entresaco un párrafo. «Estas memorias están llenas de reflexiones sobre lo divino y lo humano; de vivencias tertulianas; de nombres propios (cerca de cuatrocientos figuran en el índice onomástico) y de jugosas anécdotas en las que no se muerde la lengua a la hora de ajustar cuentas con determinadas personas, aunque sin que llegue la sangre al río. Entre las anécdotas figura una sobre la celebración de su decimosexto aniversario de boda con Esperanza, el 20 de noviembre de 1975, es decir, justo el día de la muerte de Franco. ‘¿Y si algún exaltado cree que brindamos por la muerte del dictador?’, le susurró a su esposa. Las memorias se cierran con una declaración de principios propia de un joven de treinta años, aunque se está acercando a los ochenta. Incluso confiesa que está dispuesto a enamorarse otra vez, signo inequívoco de la juventud que anida en su corazón». Tras la presentación se formó una larga fila de amigos ante la mesa dispuesta para firmar. Recuerdo que le dije: «Ni Antonio Gala, Rafael».

La última mirada se refiere a su decisiva participación en la fundación de los Amigos de los Museos de Córdoba, que presidió durante ocho años. Tuve el privilegio de formar parte de su directiva y conocí en la distancia corta su capacidad de buen gestor, repartiendo juego y abordando proyectos ambiciosos como la celebración en Córdoba de un congreso internacional de esas asociaciones, aunque una interferencia ajena le restó protagonismo. Lo más hermoso de aquella actividad fue organizar y gozar de paseos comentados por Córdoba -qué más museo que la ciudad-, visitas a los estudios de artistas y excursiones culturales donde hubiese arte que admirar, especialmente a las Edades del Hombre castellanas.

Son solo cuatro miradas de las muchas que podría evocar. Guardaré siempre la imagen postrera, tierna y venerable, de Rafael Mir en su silla de ruedas, protegida la cabeza con su gorrilla beige, asistiendo puntualmente cada miércoles a la Tertulia de San Felipe para compartir café y comentarios culturales con el grupo de amigos que tanto le echaremos de menos. Compensaré ese vacío reviviéndolo en sus libros, como ‘Cayumbo’, ‘Lo escrito, escrito está’, ‘Jugando a perder’, las ‘Memorias’ o los inconmensurables ‘Cuentos completos’, libros que releeré en su memoria mientras buscaré en Spotify, que tanto le distraía en los últimos años, la música de Bach, uno de sus músicos predilectos.

*Periodista

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