Opinión | LA RUEDA

Caracola

Caracola habla español, y a sus veinticinco años, su sonrisa permanente y su extrema amabilidad no responden al relato de su sufrimiento en el desierto ni de su travesía

Caracola no se llama caracola. Tiene un nombre de difícil pronunciación y un apellido precioso, pero se presenta a los demás con este apelativo cariñoso más fácil de recordar para estos españoles que somos más bien durillos de oído, y que encierra un secreto, pues no solo viene de sus bucles rizados, sino de su travesía marítima de tres días, cuando, después de cruzar a pie desde Mali hasta Marruecos durante semanas, se convirtió en obligado timonel de una patera que tardó tres días en llegar desde la costa de Marruecos hasta la de Granada. No era Granada el destino, pero allí arribaron, y si no les ayuda un barco de Salvamento Marítimo, Caracola hubiera sido, de verdad, una caja de resonancia de sus huesos hundidos en la arena del fondo del mar. Caracola pagó por su viaje en un cayuco que cargó al doble de los pasajeros comprometidos, en el que algunos cayeron y desaparecieron entre las olas del Mediterráneo, y luego salió corriendo, y luego le ayudó una ONG, y ya lleva tres años en una ciudad andaluza trabajando y buscándose la vida. Por suerte, su permiso de trabajo le permite ser contratado.

Caracola habla español, y a sus veinticinco años, su sonrisa permanente y su extrema amabilidad no responden al relato de su sufrimiento en el desierto ni de su travesía. Este año lo ha iniciado con mucha felicidad, pues ya va teniendo, a través de su empleo, amigos españoles, y por primera vez tomó las doce uvas el día 31 de diciembre. Él es musulmán, pero vivió con enorme emoción ese momento que lo acercaba a las personas y a la cultura del país en el que ahora habita, que lo ha acogido (más o menos), pero no le ha dado muchas facilidades de integración. Comprende bastante bien nuestro idioma, pero no tuerce el gesto cuando sufre comentarios racistas de los clientes de la empresa en la que está empleado. «Ese negro no va a decirme lo que tengo que hacer», «a ver cómo va a mirar a mi mujer el morenito», «¿os fiais de este...?». Hace como si no escuchara, pero le duele, aunque tiene un motivo de alegría: sus compañeros blanquitos (más o menos mezcladitos, que no en vano los andaluces lo mismo vienen de los godos que de los bereberes) han hecho piña, asqueados, y han tejido una red que envuelve a Caracola en respeto y amistad.

Caracola construye su vida sin una queja y desde una realidad que ni podemos imaginar o comprender. Su sonrisa es curativa y su esperanza una antorcha. Los que lo rodean se nutren de su entereza y bondad y encuentran en él un escudo contra esa amargura y ese malestar permanente en el que nos empeñamos en sumergirnos los occidentales acomodados.

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