Opinión | PAVESAS

No me interpreten ustedes mal

«¡Yo nunca dije eso, me han interpretado ustedes mal! ¡Sacaron mis palabras de contexto!». Este estribillo, repetido machaconamente por políticos nacionales y extranjeros, aturde como una letanía. No importa que circulen vídeos en los que el personaje cuestionado aparezca diciendo justamente lo que ahora dice que no dijo: con mayor fuerza lo desmentirá. Uno se pregunta: ¿cómo puede negar con tanto aplomo lo que ha quedado registrado? La clave de este misterio reside, creo, en la palabra «interpretación», que abre a la mentira un campo infinito. Mentir --mentir, digamos, a la manera clásica-- consiste en decir lo contrario de lo que se piensa. Uno piensa A («Subiré los impuestos»), pero dice B («No subiré los impuestos»). Esta torsión exige a quien la realiza un esfuerzo titánico por mantener la coherencia, pues lo cierto es que A, oculto en su mente pero siempre al acecho, puede aflorar en su discurso por cualquier pliegue. El «comodín» de la interpretación libera al mentiroso de este viacrucis de la cautela. Así, si el enunciado B admite diez interpretaciones, uno siempre puede decir que su intención al pronunciar B fue B4 («No subiré los impuestos salvo...»), y no B7 («No subiré los impuestos en ningún caso»). No mintió al decir que no los subiría: lo interpretamos mal.

La práctica de reescribir una realidad embarazosa con el «argumento» de que es fruto de una interpretación errónea tal vez proceda de la labor desarrollada por los teó-logos liberales de principios del XIX. Para dulcificar a ese Dios que en el Antiguo Tes-tamento consume sus días en urdir matanzas y sembrar plagas, idearon una serie de «interpretaciones» a cuya luz esas carnicerías eran solo una metáfora. Los teólogos literalistas, aquellos que leen en las Escrituras lo que en ellas aparece escrito, fueron tildados de gente poco sofisticada. Sencillamente, no sabían leer la Biblia como es debido.

En esta democracia nuestra de tintes posmodernos los políticos hacen un uso ge-neroso del arsenal hermenéutico. Pueden ya soltar lo primero que se les pase por la ca-beza (y satisfaga a su audiencia más inmediata) con la tranquilidad de que si aquello que han dicho deja de convenir, siempre podrán afirmar que realmente decían otra cosa. La carga de la mentira recae en quien interpretó sus palabras de un modo literal (y «torticero»). Se ha perdido el miedo a la hemeroteca. Si toda frase puede ser interpretada de mil maneras diferentes, aquel que la pronuncia nunca podrá ser acusado de estar mintiendo. Ahora bien, el que nada sea mentira implica que nada pueda ser establecido como verdad. Por este terraplanismo del despropósito se mueven ahora nuestras sociedades.

 ** Escritor

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