La llegada de los magos de Oriente a Jerusalén para entrevistarse con Herodes carece de fundamentación histórica. El texto evangélico dice que “Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a rendirle homenaje» (Mt 2,1-2). Se creía por entonces que el nacimiento de todo gran personaje en la tierra era acompañado por la aparición de una estrella en el firmamento. Lo de «la estrella», sobre la que se han lanzado todo tipo de hipótesis (¿fue un cometa? ¿la conjunción de los planetas Saturno, Júpiter y Marte, que, según Keppler, tuvo lugar el 747 de la fundación de Roma?), es un símbolo. En el libro de los Números (24,17) se dice: «Avanza la estrella de Jacob y sube el cetro de Israel.» Esta estrella de Jacob es símbolo del Mesías, que conduce a los paganos a la luz de la fe, hecho anunciado por el profeta Balaán, el de la famosa burra contestataria, en contra de la voluntad del rey Balac. Balaán era mago. En la estrella que conduce a los magos a Jesús ve el evangelista Mateo la marcha de los paganos hasta la fe.

Mateo, mediante el relato de los magos, especifica que la salvación que trae Jesús no se limita al pueblo judío, «su pueblo» (Mt 1,21), sino que es universal y abraza a toda la humanidad representada por estos magos de Oriente (Mt 2,1). La primera visita que recibe Jesús de niño no es ni la del Sumo o sumos sacerdotes, ni la de los saduceos, pertenecientes a la aristocracia terrateniente, encargados del mantenimiento del templo y de culto, sino de unos magos, unos paganos, dedicados a un arte prohibido en la Biblia: la magia. En aquel tiempo, los magos practicaban la adivinación, la medicina y la astrología, que, en la Biblia, no gozan de buena reputación (1 Sm 28,3; Dt 18,9-13; Dn 1,20; 2,2-10). Aunque la práctica de la magia no es desconocida en el Antiguo Testamento, sin embargo el libro del Éxodo castiga con la muerte a la mujer hechicera (Éx 22,27). Llama la atención que los primeros que visitan al niño sean unos extranjeros y, por tanto, unos paganos, con una profesión condenada en la Biblia.

De los magos hemos sabido (¿inventado?) más con el tiempo. Y así en el siglo III se les dio el título de “reyes”, título que no aparece en los evangelios, e incluso se comenzó a decir que eran tres, teniendo en cuenta los tres regalos que llevan al niño: oro (regalo real), incienso (para el culto) y mirra (para ungir el cadáver el día de la muerte). Antes de esta fecha, la iconografía habla de dos, tres y cuatro magos. En las iglesias ortodoxas de Siria y en la apostólica de Armenia se afirma que eran doce, de acuerdo con el número de apóstoles o con el número de tribus de Israel.

Que se llamen Melchor, Gaspar y Baltasar  aparece por primera vez en el mosaico de San Apollinare Nuovo de Rávena,  que data del siglo vi d. C. y en el Evangelio armenio de la Infancia de la misma fecha. En el citado mosaico se ve ya a los tres magos, con indumentaria persa y sus respectivos nombres. Fue Cesáreo de Arlés (s. VI) quien comenzó a denominarlos “reyes”, basándose en el salmo 71,10 (“¡Que los reyes de Tarsis y las Islas le paguen tributo!”) e Isaías 49, 7ss (“Te verán los reyes y se alzarán los príncipes y se postrarán”). San Beda el venerable, en el s. VIII, los considera representantes de Europa, Asia y África, los tres continentes conocidos en aquel tiempo. En el siglo XII se trasladaron sus supuestos huesos desde Milán a la Catedral de Colonia, donde hoy son venerados. Solo en el s. XV se les representa vestidos de reyes y, por primera vez, a Baltasar con la tez negra. Estos tres reyes representan los grupos étnicos reconocidos en la Edad Media: Melchor, los europeos; Gaspar, los asiáticos, y Baltasar, los africanos. ​

Resulta extraño y cuando menos sorprendente que los primeros visitantes del niño, tras su nacimiento, fuesen paganos o extranjeros, mal vistos por la religión oficial judía, unos magos.

Después de esto ya sabemos: «José y María se fueron con el niño a Egipto, donde había comenzado la historia del pueblo de Israel. Jesús había venido para reiniciar esta historia. De allí, como al principio, saldría para conducir al nuevo pueblo a la tierra prometida.

Pero sólo los pastores y los magos, al fin y al cabo, personajes marginados, siguieron la convocatoria. El poder político y religioso quiso en todo momento acabar con Jesús, pues les resultaba incómodo y subversivo. Al final de su vida lo consiguieron colgándolo en un patíbulo. Veintiún siglos después seguimos celebrando su nacimiento. Pero aquel Belén del evangelio, por lo demás, poco o casi nada tiene que ver con nuestros folklóricos y pintorescos belenes de ríos de platilla, con reyes magos, camellos y dromedarios, cargados de tesoros; con pastores ingenuos y escenas costumbristas, nieve de algodón y paisajes de serrín, verde musgo y árboles y hogueras y luces intermitentes de colores y villancicos y panderetas y su estrella clavada en el cielo, custodiando el portal, con José, María y Jesús, el buey y la mula... Una navidad para todos, sin aguijón ni provocación, sin mensaje; navidad dulce, de turrón y mazapán, de anís y calor de hogar. Un día para unirse al año, un año para seguir como antes. Pienso que este tipo de belenes ni inquietan, ni molestan, ni invitan a la reflexión, pues presentan una navidad descafeinada.

Y aquí termina nuestro breve periplo por los “evangelios del nacimiento de Jesús” (capítulos I y II de los evangelios de Mateo y Lucas), que cuentan solamente una anécdota de la infancia de Jesús, la del encuentro de este, ya de 12 años, discutiendo con los doctores, escena que carece de veracidad histórica, pero que anticipa a nivel de relato evangélico la que sería la principal actividad de Jesús: la enseñanza. Una enseñanza, que como apunta el evangelista Marcos (1, 27), tras la curación del endemoniado de la sinagoga de Cafarnaún, hace exclamar a los presentes: “-¿Qué significa esto? ¡Un nuevo modo de enseñar, con autoridad, e incluso da órdenes a los espíritus inmundos y le obedecen!”.