En una de las versiones del mito de Narciso (ese adonis que se enamora de sí mismo al ver su reflejo en el agua), se narra que la madre del joven Narciso, la Ninfa Liríope, fue a preguntarle a un vidente de la ciudad de Tebas, Tiresias, por el futuro de su hijo. El vidente le contestó que su hijo llegaría a viejo siempre que «no se conociese a sí mismo». Narciso, que era un joven bello y vanidoso, recibe un castigo divino por despreciar el amor de las ninfas, en especial de la ninfa Eco; una maldición que le condenaría a enamorarse de la primera persona que viese, con tan mala fortuna que la primera imagen que vio fue la suya reflejada en el agua. Tras un rato contemplándose, al estirar los brazos para querer abrazarse y al ver que su reflejo hacía lo mismo, se abalanzó sobre la imagen y murió ahogado. Desde que Lipovetsky escribió La era del vacío allá por 1983, el narcisismo se ha convertido en un reproche común sobre la catadura moral de nuestros jóvenes. Si nos centramos en las últimas décadas, con la normalización de las redes sociales, la creación de «perfiles» personalizados y la exposición pública del ego, este adjetivo ha ido acompañando a cada una de las generaciones (Millennials, generación X, generación Z,...) hasta nuestros días.

Lo que no deja de ser curioso es que la profecía de Tiresias parece mantener todavía su vigencia. Los que intentamos difundir la filosofía como escuela para la vida llevamos la impronta del oráculo de Delfos, «conócete a ti mismo», como una letanía cansina que empieza a oler rancia en un mundo donde el conocimiento se está sustituyendo por la información. ¿Será verdad que el conocimiento de uno mismo sea el inicio de la condena? Algo así debemos pensar cuando hemos decidido sustituir la reflexión por la acción, o preferimos el maniqueísmo al necesario ejercicio de la duda, tal y como Victoria Camps postula en su último libro. Los ciudadanos del siglo XXI hemos resuelto, siguiendo la advertencia del famoso vidente de Tebas, envejecer a cualquier precio.

Ya no se trata de alcanzar la inmortalidad por medio del estudio de las células inmortales de Henrrietta Lacks, sino de obviar, esconder y si me apuran ignorar la muerte, al igual que cualquier acontecimiento que nos suponga negatividad. En palabras del best seller surcoreano Byung Chul Han, asimilar la positividad como el único ideal a seguir y repetir el mantra «tú puedes» las 24 horas del día. No es de extrañar que estemos siendo testigos de un fenómeno único en la historia de la humanidad: la creencia interiorizada de que cualquier persona, independientemente de sus circunstancias y del contexto, pueda alcanzar el éxito social. Ya no se trata de soñar despiertos o de ilusionarse con los pies en la tierra, sino de creer, creer que el éxito depende de la suma de esfuerzo, determinación y una pizca de talento. De entre los muchos castigos que sufren los narcisos actuales este es de los más crueles, condenados a creerse los sueños que el sistema se ha encargado de publicitar.

Pero para creérselos es necesario que no hagamos auto-análisis, es importante que evitemos el peligroso ejercicio de reflexión sobre uno mismo no sea que descubramos nuestras limitaciones, nuestra carencia de talento, nuestra falta de conocimientos, nuestra envidia malsana, nuestro egoísmo, nuestra molicie,... o la importancia del factor suerte. Condenados a no mirarnos detenidamente en el espejo no sea que descubramos la realidad.

En esta versión, Narciso se enamora del reflejo porque no lo identifica consigo mismo, es decir, Narciso cuando se detiene a observar, no es capaz de reconocerse. El problema de la identidad es central en este mito clásico, un problema que hoy se mantiene vigente. Las identidades que se están conformando en la actualidad son ajenas a las circunstancias de cada individuo. Ortega y Gasset defendía que si no salvaba a su circunstancia no se salvaba a sí, pero la sociedad hipermoderna ha logrado que la percepción de las circunstancias propias y ajenas se iguale y se anulen, de manera que a la hora de construir la identidad, éstas pasen inadvertidas. Unificamos o más bien obviamos las circunstancias considerando que apenas tienen peso específico en nuestra configuración como personas o en nuestros proyectos de vida. Otrora las identidades tenían un anclaje inmediato, se forjaban en el barrio, en el patio del colegio, en la misa de los domingos, en las comidas en familia,... es decir, antes había una herencia, un legado directo y cercano que ayudaba a construir la personalidad. Pero la brecha generacional, la falsa idea de igualdad, la retahíla de la meritocracia y la ilusión de la proximidad que aporta lo virtual, sobre todo con la relajación de la simbología estética de los referentes sociales de éxito, han hecho que las identidades actuales se construyan por medio de agentes mediatizados.

LA AUTOEXIGENCIA COMO COMPETICIÓN

En esta sociedad del rendimiento que postula el filósofo surcoreano nos pasamos la vida tratando de producir al máximo en cada faceta, ampliando las exigencias profesionales al plano personal y demandando inmediatez en los resultados. Al profesionalizar nuestro tiempo de ocio, la auto-exigencia se convierte en una competición contra uno mismo dejando el deleite a un lado y queriendo extraer la máxima ganancia a cada minuto que pasa. No es de extrañar que no quede espacio para la reflexión, la contemplación o el reposo y que huyamos de los silencios, dejando a un lado el reto más importante del siglo XXI: la higiene mental preventiva. No se trata de atajar los problemas mentales una vez que aparecen, no estamos hablando de controlar un ataque de ansiedad, una depresión o el síndrome del desgaste ocupacional (Burnout), sino de construir hábitos de higiene mental preventiva desde nuestras circunstancias y sabiendo interpretar los contextos en los que nos movemos, haciendo uso del pensamiento cítrico. No podemos olvidar que en España, por cada víctima mortal de violencia de género hay 65 muertes por suicidio.

Si queremos salvar a Narciso de su maldición tenemos que educarlo para que sea consciente de que las circunstancias virtuales que engulle a través de las pantallas y adaptables al gusto del consumidor, están muy alejadas de las circunstancias reales que lo conforman. Los narcisos actuales cuando se miran al espejo, terminan minando su autoestima porque sienten que no cumplen con el canon de felicidad mediática que propaga el sistema a través de la omnipantalla. Para evitar esta auto-decepción y esa temible sensación de vacío, entran en una dinámica de hiperactividad y entretenimiento que genera una drogodependencia emocional al tiempo que bloquea los mecanismos del pensamiento crítico, necesitados de tiempo, distancia y serenidad. De no tener cuidado con la advertencia del sabio Tiresias la distinción entre virtual y real carecerá de sentido y nuestros narcisos no serán capaces de retirar su vista de la pantalla. Va siendo hora de situar el pensamiento crítico como eje referencial de todos los procesos educativos.