Acercarse a Carlos Clementson y dejarse cobijar por sus páginas equivale a disfrutar el lujo de un esplendor en retirada, el que arranca con la Epopeya de Gilgamesh y se consolida definitivamente en Homero. El que conforma una unidad espiritual y anímica en la que conviven Píndaro y Safo, Horacio y Virgilio, Wolfram von Eschenbach, Dante, Petrarca y Boccaccio, Luis de Camoens y San Juan de la Cruz, Shakespeare y Milton, nuestro Hölderlin. Parece mentira que podamos enunciar estas cimas, que cabría multiplicar por cien sin merma de relevancia, y que cualquier coetáneo, incluso con estudios, prestigio profesional y respetabilidad, no sepa por qué deberían ser sus héroes, el refugio idóneo para pasar las horas más nutricias de su devenir. Prediquemos, empero, en el desierto, en esta antesala de la amnesia y la deshumanización. ¿Para qué debe servir la poesía? ¿Por qué tuvo sentido durante cuarenta y tantos siglos? En la tozuda opinión del que habla, para aportar conocimiento, belleza y alegría a la vida. Para dejarnos dialogar con los mejores exponentes del talento humano. Para recordarnos que podemos alzar la mirada y ser más nobles. 

Y puestos a impugnar las convicciones imperantes, ¿para qué no debe servir la poesía? Pues para agrandar un ego, para despotricar, como terapia para mentes desquiciadas, para ajustar cuentas con el mundo. Justo para lo que hoy se la utiliza. La postmodernidad surgida en los años 80 es una antigualla absurda. Siendo algo vulgar, sigue postulándose como progreso respecto a la modernidad. Claro que el prestigio de lo moderno, si no es en ciencia o tecnología, deja mucho que desear, máxime si pretende democratizar lo axiológicamente escalonado. Si lo que quiere es abaratar lo complejo, genuino o sublime. Si es su guía el adanismo, la sumisión a la moda.

Hubo una época en que el modernismo era Rubén Darío, el joven Machado o Juan Ramón, el simbolismo, eso que llamamos fin de siglo y que albergaba la quintaesencia del arte y la filosofía de milenios. Se podía ser moderno sin dinamitar lo clásico, innovador sin arrasar la historia, creativo sin moler la cultura a coces. Pero nuestro espantoso siglo XX, con sus fascismos y sus comunismos, se puso estupendo. El modernismo dio paso a la modernez, que rima con sordidez. Y ello en ámbitos de toda laya. Reparemos en la Iglesia Católica, con un modernismo como el que introduce el Concilio Vaticano II, que da paso a la desconstrucción del cristianismo y a un palpable declive espiritual, litúrgico y estético. Es el equivalente eclesial a ese anti-arte que arranca con el dadaísmo y llega a nuestros días, so pretexto de simplificar, conceptualizar a la baja, cancelar el pasado. ¿Acaso no estamos ante herramientas marxistas para una hegemonía gramsciana?

Aplicar el análisis a la poesía

Aplicado el análisis a la poesía, se capta algo semejante. No reclamamos una pose mistérica, al modo de esos tugurios de luces tenues y coloreadas que camuflan la falta de atractivo de sus damiselas. Sino aquel rigor órfico, no por fuerza opaco, que configura la perennidad del mito, su luminosidad genesíaca, repetible ad libitum. Mas lo que se estila es el minimalismo mezquino, el realismo de lo diminuto, la pomposa metafísica del vacío. Los tristes sumideros de la creatividad presente carecen de dimensión hímnica. No pueden rozar celebración alguna, porque el gozo de existir les es ajeno. Configuran la ubicua cultura de la queja, esa extendida reclamación limosnera, que ignora el fulgor de lo elegíaco, el pálpito vibrátil, la energía que vigoriza.

Escuchar a Clementson, por contra, es percibir la grandeza y la unicidad de la poesía como milagro. Un prodigio que se sostiene sobre el ritmo, la métrica, la prosodia, la dicción. Su producción, como la de cualquier poeta excelso, encierra una literatura completa, originada en el amor a Grecia y al mundo antiguo, pero que abarca la totalidad de lo humano. Sin duda es Carlos Clementson el más eximio espécimen de escritor, crítico literario, traductor, profesor, conferenciante y hombre de letras que hay en la ciudad. Empero, es también algo superior a todo esto. Es una rara avis, un poeta auténtico. Una ventana para asomarnos, privilegiados, a lo edificante.

Por eso las desgracias y pérdidas, la incomprensión ajena y las miserias del mundo no perturban su espíritu. No lo doblegan ni lo debilitan, porque se impone su amor a los dones de la vida. Su poesía rebosa mar, luz, cielo, barcos, niños y animales, muchachas en flor. También poetas fulgurantes, porque los ha leído y empatizado con ellos, convirtiéndolos en hermanos mayores y amigos íntimos. Lejos de él la funesta manía de quejarse. Su ánimo es rotundo y expansivo. En él caben los personajes históricos más admirables: los virtuosos e inteligentes, los libres y autónomos, los que lidian con totalitarios o envidiosos. En Clementson habita el núcleo germinal de nuestra civilización: de los dioses paganos a la poesía clásica, del romanticismo anglosajón al lustre de la Edad de Plata, de la Córdoba solemne a la Murcia sensual. Su trascendencia como poeta reside en que ha labrado en piedra estos hallazgos. Lo ha hecho con tecnología indeleble, gracias a su genio para disponer las palabras. Y así ha devuelto el aliento a su madre, fallecida al nacer él, y a poetas entrañables, y a tantos santos espíritus que nos sonríen cuando leemos sus versos.

LA APORTACIÓN A CUADERNOS DEL SUR

Desde el arranque de Cuadernos del Sur ha figurado en su epicentro Carlos Clementson, igual que va su nombre unido, como vicepresidente de la Asociación de Críticos Literarios de Andalucía, a los premios Andalucía de la Crítica, a los cuales Cuadernos del Sur prestó valioso apoyo y cobertura. Incluso su número inaugural se abría, en 1986, con una reseña de Pedro Roso a la antología de Clementson Las olas y los años, publicada por la Editora Regional de Murcia. 

Su sabiduría crítico-literaria, particularmente centrada en la poesía, protagonizó muchos números extraordinarios, como los que Cuadernos del Sur dedicara a personajes como Neruda, Gerardo Diego u Octavio Paz. También fue relevante su presencia en otros suplementos señeros del diario, como el de treinta y dos páginas consagrado a Séneca en el bimilenario de su nacimiento; u otro, de cincuenta y seis, a Rafael Alberti; aún superado en páginas por el monográfico sobre Ernest Hemingway, a quien Clementson, notable aficionado a la tauromaquia según acredita su bello poemario ‘Región luciente’, estudiase en memorable ensayo.

Los poetas y pintores de Cántico, sobre los que versó su tesis de doctorado, defendida en la Universidad de Murcia en 1979, fueron objeto de su análisis en múltiples artículos, junto a otros poetas extranjeros ( Leopardi o Keats en sus centenarios, o «Los poetas del romanticismo inglés») y españoles (Ángel de Saavedra, el Inca Garcilaso, Juan Gil-Albert, Enrique Badosa, Mariano Roldán, Francisco Brines o Ángel García López; y otros de su propia generación literaria, la del 70, como Miguel d´Ors, Eloy Sánchez Rosillo y Justo Jorge Padrón), cuyas obras glosaría con perspicacia en Cuadernos del Sur. Son apenas algunos de los autores ante los que, desde hace treinta y cinco años, Clementson viene desplegando el buen pulso literario y el fulgor de su estilo, próvidamente oxigenado por su vocación poética y su amor por la literatura.