Julia Otxoa ha escrito un libro tan personal como colectivo. Pesares, sentires, experiencias de una niña de posguerra que muchas recordamos como si fueran aledañas o nuestras. Ser flaca y tener miedo. Hablar con el abuelo muerto, arrojado a la sima. Emigrar desde el campo a la ciudad y sufrir las estrechuras de un pequeño piso, casa de muñecas más que de personas. El semanal baño furtivo de la madre a las dos hermanas antes de la amanecida, en el hotel donde trabajaba el padre. Las faenas del trillo y la era en verano, con el bullicio de la chiquillería entre el juego y la brega. El colegio con la división del espacio entre las niñas de pago y las sin pago. La sombra del dictador y sus consignas, fábulas e historias de vencedores y vencidos. El vestido de primera comunión, negro como el de una viuda. La tía que cuidaba del fuego.

Narración contra el olvido, entre la memoria y la ficción, con una realidad de sombra y luz, de cotidianeidad y tragedia, a caballo entre el mundo rural y el desembarco, inmisericorde, en la ciudad y su anonimato. Los papeles de periódico. Y el dedo de la madre en los labios para callar.