En el hastío gris del frío febrero, la luz se ha quebrado sobre los cristales de una casa antaño encendida por el aliento de Joaquín Mellado, un hombre sencillo en su grandeza, humilde en su sabiduría, abierto y cordial en su gravedad entrañada. La aldea melariense de Cuenca, donde nació no hace tanto, porque siempre es breve la vida cuando es fértil, cuando fecunda y grana en conocimiento y verdad, clama su nombre con voz desconsolada. La realidad impone esa sentencia igualatoria que es, en definitiva, el reconocimiento de nuestra finitud, el paso inalienable del nacimiento a la consunción, que nos convierte a los seres individuados y efímeros en elementos de un orden cósmico y nos liga -queremos creer- a lo intemporal, a lo sublime.

Estoy seguro de que nuestro latinista ejemplar comparte con el estoico Séneca los secretos de su filosofía, la que nos insta a comprender que insertarse en el orden racional del cosmos significa la adquisición de la forma suprema de la libertad. Así te lo deseo, amigo, y así sea.