D esde su revelador premio Adonais con Las brasas (1960), Francisco Brines (Oliva, 1932), reconocido este año con el máximo galardón literario hispánico, ha mostrado siempre en su poesía un cálido acento clásico-mediterráneo, acompañado de un inesquivable sentimiento elegíaco y un sereno ademán estoico ante la conciencia del paso del tiempo y la fugacidad de las cosas. Se trata de una poesía lúcida y meditativa, estoica y epicúrea a la vez, que gira en torno a una serie de temas esenciales, entrevistos desde una hondura y gravedad de índole metafísica, como el paso del tiempo, el amor, sentido al modo griego, o la efímera plenitud de la belleza y el deseo. Hay tras ella, y desde el primer momento, un trasfondo de cotidianidad familiar y de hiriente sentimiento de la naturaleza levantina y de la infancia, una naturaleza en la que se alza -feliz en su blancura- la hacienda o el huerto familiar entre naranjos, en su valle de almendros y olivares, flanqueado de cipreses, acogido por las sierras lejanas y la línea azul del mar en la lejanía, que sustenta paisajísticamente toda su obra.

La conciencia de la muerte y de la irrevocable finitud del hombre hace más intensa su búsqueda de la felicidad, del placer y el goce sensual del momento antes de que todo sea barrido por el viento árido de la nada, a la que el poeta se siente irreparablemente abocado en una poesía de fuerte contenido existencial, pero carente de angustia, de desgarramiento o patetismo, y de cualquier atisbo de transcendencia espiritual. Así, en su libro juvenil Las brasas , brasas que no son sino el recuerdo de los desvanecidos rescoldos de la felicidad ida, desde una anticipada conciencia de acabamiento, el poeta se va a contemplar en la menesterosa imagen de sí mismo, pero abrumada ya por el peso de los años. Todo esto es contemplado desde el huerto de su casa familiar por un joven Francisco Brines, desdoblado en un misterioso personaje, o especie de alter ego, maduro y ya casi en el umbral de la senectud.

Con lírica intuición anticipadora, su poemario El otoño de las rosas (1987) será su más bello libro de madurez, junto con el titulado La última costa (1995), en el que el protagonista lírico, tras el pesimismo de Palabras a la oscuridad (1966), palabras al muro de la oscuridad incognoscible), y del perentorio o amenazador Aún no (aún no ha sonado la hora de la muerte), afirma su reconciliación con la vida a través del recuerdo y de la evocación de esas cálidas «brasas» que encienden y abrigan su memoria, y que ya refulgían en el meditativo y ambivalente amanecer, con presentimientos de ocaso, de su primer libro. Este libro clave, Palabras a la oscuridad , que para mí tiene una significación análoga, por su grandeza y hondura, aunque envuelto en una aún mayor melancolía y sobriedad, que Sombra del paraíso , de Aleixandre, acoge con plenitud y serena belleza todo lo hasta aquí expuesto y en él se plasma toda la cosmovisión clásica del poeta valenciano, así como, también, la manifestación de todos sus procedimientos y recursos estilísticos.

Porque Francisco Brines, al menos para muchos de nosotros, los que nos iniciamos en la poesía en los años setenta, es un clásico, y un clásico en el doble sentido de la palabra. Primero, porque es un modelo; es decir, porque muchos de aquellos jóvenes poetas del 70 lo han tenido como un ejemplo al que leer y seguir, al que acercarse y preguntar, sabiendo que la respuesta siempre será auténtica y cordial, acogedora y ajena a cualquier divismo. Y un clásico, también, en el sentido de continuar la lección ética y estética de la tradición poético-filosófica grecolatina, tan próxima a sus orígenes mediterráneos; porque Francisco Brines, mediterráneo de Valencia, tanto en su concepción del mundo y de la vida -como ya hemos apuntado- como en su visión de la poesía, recupera y actualiza claros modos antiguos, como la forma sobria y ajustada, contenida y severa, aunque henchida de emoción, de emoción pudorosa pero comunicante; así como su concepción de la vida se instaura bajo el signo del pensamiento clásico, un radiante y, a la vez, lúcido epicureísmo, ornado de ciertas notas estoicas, y bajo una concepción de la existencia en la noble y dignísima línea lucreciana.

El poeta es consciente de que es efímero, de que está misteriosamente constituido y formado, desde la nada, por la materia del tiempo, un tiempo que, a la vez, nos enriquece y desgasta en su transcurso. Y todo ello, sin embargo, sin un gesto desabrido o desesperado ante lo irremediable, consciente y noblemente (o humanísticamente -digamos con el apoyo de sus clásicos-), y ése es el mensaje que el poeta nos trasmite. Porque Brines, por su propia naturaleza constituyente y formación, es un poeta laico y paganizante, en su concepción del mundo y del destino humano, un poeta como puedan serlo sus coterráneos Juan Gil-Albert o Vicent Andrés Estellés, y todo ello bajo el magisterio ejemplar de Juan Ramón Jiménez y el recuerdo tutelar de Luis Cernuda.

Por otra parte, en esta serena meditación sobre la muerte y la finitud (aunque desde la agradecida conciencia de la vida, de sus afanes y sus gozos), no hay desengaño barroco, ni ascetismo inhumano, ni renuncia a los posibles goces de la existencia. Y no hay desengaño, porque la vida se le ofrece al poeta tal cual es, y él está dispuesto a contemplarla y asumirla tal como se le ofrece a su conciencia y a su razón, no mediatizada por ninguna suerte de espejismo de índole teológica, ni emponzoñada por supuestos y llameantes terrores post mortem . Más bien ésta es vista con la serena y dulce melancolía con que se nos muestra en tantos poemas de la antigüedad clásica, con la grave, pero no trágica y menos patética, aceptación que determina el orden natural de las cosas.

La angustiosa y agónica actitud unamuniana ante la idea del acabamiento y de la conciencia personal con el último suspiro estaría en los antípodas de la mediterránea y soleada actitud de Francisco Brines, un poeta eminentemente «laico» para entendernos. Es decir: estamos ante una lúcidamente desesperanzada meditación sobre la muerte, desde un profundo amor a la vida. Una obra que nos ayuda a seguir viviendo, gustando de todos los alimentos terrenales a nuestro alcance, y en particular del amor, cuya plenitud erótica puede anular, en la efímera eternidad de la pasión, las sevicias del tiempo, y que hasta nos puede enseñar a saber morir. Así, toda su obra trascenderá una atmósfera de melancólica y serena belleza a lo largo de unos poemas que dan fe de una experiencia vivida y de su afán de indagación y conocimiento tanto de dicha experiencia como de la misma condición humana, amenazada por el tiempo.

La última costa es ese «último puerto desde el que parece despedirle al poeta su propia vida». Con la inminencia del postrero viaje el protagonista se despide de los brillantes momentos de su felicidad pasada, de su deslumbramiento por los cuerpos juveniles, de los fulgores y rescoldos del amor, de sus recuerdos y vivencias más cordiales, del lejano paraíso familiar de su remota niñez. Y finalmente, en una intemporal y nebulosa evocación de Caronte y la laguna Estigia, como en los tiempos antiguos, el poeta sube a una oscura barcaza, a esa «barca que conduce hacia el eterno exilio» de la muerte. Y allí, en ese incierto y fantasmal ambiente de decrepitud y acabamiento de sus postrimerías, va a encontrar una melancólica, aunque salvadora, señal entre el tesoro de los recuerdos de su vida: «Todo estaba dispuesto./ La niebla, aún más cerrada,/ exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas./ Dispusimos los remos desgastados/ y como esclavos, mudos/ empujamos aquellas aguas negras.// Mi madre me miraba, muy fija desde el barco/ en el viaje aquel de todos a la niebla».