Opinión | El triángulo

Síndrome de Estocolmo

El arte es un mundo complicado y el artista, complejo per se. Alguien que se dedica a crear, a dar forma a sus ideas y exteriorizarlas mediante cualquier tipo de canal plástico, lingüístico, sonoro o audiovisual merece un tratamiento especial, aunque solo sea por el esfuerzo que supone. No hace falta entenderlo, amarlo u odiarlo. Con respetarlo sería suficiente.

Hay quien se empeña en destruirlo y aniquilar cualquier atisbo de expresión artística. Observar arte es discurrir, bucear dentro de uno mismo y ver más allá de la apariencia. En una palabra: pensar. Y eso, hoy como a lo largo de muchos momentos de la historia, no conviene. Hay quien se inventa sabe Dios qué tipo de acusaciones simplistas y partidistas para evitar el razonamiento. Hay quien prefiere adormecer esa capacidad humana frente a los que la potencian. Hay quien nos quiere enrabietados contra alguna causa que ellos mismos han creado con tal de eclipsar la parte de realidad que prefieren ocultar.

Reflexionar es azuzar la curiosidad, el ingenio y la pluralidad. Replantearte tu propia experiencia y dudar de tus certezas. Abrir puertas a nuevas corrientes y correr las cortinas para dejar pasar la luz de otros paisajes. Coger un tren sin destino y sorprenderte con el trayecto. Respirar hondo y coger impulso. Conocer otras vidas y darte la oportunidad de sentir el viento en la cara. Correr, gritar, sonreír, llorar, sorprenderte, vivir.

La duda es por qué alguien prefiere una sociedad mutilada a otra plena, creativa y plural. ¿Sería acaso una suerte de secuestro en el que el verdadero objetivo de los captores es causar el síndrome de Estocolmo en sus rehenes? Unas víctimas que, además, entran en un estado de odio en el que dejan de discernir y ver con claridad. Se limitan a reproducir soflamas allá por donde van convirtiéndose en voceros de un líder que admiran sin límite y al que atribuyen una lógica y un sentido común que no encuentran en otro lugar. Da igual si acaban convirtiéndose en esa masa uniforme y sin personalidad que ellos critican, y los valores que tanto defienden acaben retorcidos y sesgados con el único fin de dividir el mundo entre vencedores y vencidos. Qué importa destruir el mundo si al final te firman la victoria. Para qué preocuparse de la tierra quemada si lo que interesa ahora es prender cuantos más fuegos mejor. Arrasar mejor que cultivar, suprimir mejor que crear, aunque empiecen a atisbar que ese ente impersonal al que creen manejar puede despertar del letargo y revolverse contra ellos, los que les han prometido tanto y tan ambiciosamente. Existe algo peor que el intento de silenciar y es la sensación de sentirte defraudado por los tuyos.

* Periodista

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