Opinión | TRIBUNA ABIERTA

La saciedad en la nieve

Históricamente, los banquetes a base de humanos han sido habituales

Hay animales antropófagos, y otros que se comen a los de su misma especie. Pero sólo los humanos somos caníbales omnívoros. Es decir, nos alimentamos tanto para satisfacer la necesidad corporal como para calmar la ansiedad del propio ego. Lo primero es supervivencia, pero disfrutamos más mientras nos zampamos al personal en el ámbito de la rivalidad social. La gastronomía ancestral de nuestros antepasados, con sus semejantes, cuenta con evidencias en los yacimientos de Atapuerca. El llamado Homo antecessor ya se atiborraba de homínidos en nuestro país hace 800.000 años. La confrontación de entonces no se diferencia mucho de la actual. Y España sigue sin romperse.

Históricamente, los banquetes a base de humanos han sido habituales. Uno de los más famosos lo protagonizó en Hawái, el 14 de febrero de 1779, el capitán Cook. Es lo que tiene provocar a los aborígenes con un apellido que se mueve entre fogones. Como ven, entre la comilona de ingleses y la masacre de mafiosos, la pasión de San Valentín hace estragos. A lo que iba, la antropofagia se sostuvo culinariamente entre pueblos indígenas al creer que, degustando sus restos, se adquirían características de los finados. El problema es que a los nativos se les indigestaba el ágape tras consumir priones, que transmitían enfermedades, ya que no se eliminaban con la cocción visceral.

La tendencia a comernos mutuamente surge pronto. Los bebés están para comérselos, pero ellos se echan todo a la boca. Los niños primero muerden y luego pegan. Los mayores mordemos con insultos, antes que a dentelladas. Las orejas, narices y órganos sexuales son las principales víctimas de la hambruna agresiva. Nos comemos a besos y con patatas. Eso sí, los marrones se incluyen en el menú de culpabilidades. A las religiones les encanta prohibir la ingestión de algunos alimentos. Afortunadamente, a ninguna le dio por impedir su evacuación. Aunque los católicos se llevan la palma caníbal al comer y beber a diario la sangre de su ficticio sadomasoquista redentor.

Desde la psicología, un caníbal clásico como Hannibal Lecter sufre un trastorno antisocial de la personalidad (TAP). Si el gustillo carnal coge tintes tórridos, hablamos de vorarefilia (no confundir con el gusto por Volare, la canción de Domenico Modugno). Esta perversión sexual conlleva la atracción por comer y ser comido, de forma literal, para experimentar placer.

Como supérstites, todos somos potenciales caníbales. No hay nada malo en alimentarse de humanidad, para seguir vivo, si no hay que matar a nadie. Aunque si la prole o la especie peligran, flexibilizaremos esa norma. La película de Bayona sobre la tragedia en los Andes del vuelo 571 tiene más que ver con la vida y la superación que con la muerte y el morbo caníbal que tanto nos impactó. En esas circunstancias, la saciedad en la nieve con lo único comestible disponible que tenían a mano (o a muslo) no era una opción sino una obligación vital. Si los zombis nos persiguen a bocados para matarnos en vida, los supervivientes ejercieron de humanos para que los que ya se habían ido les dieran una posibilidad de futuro. En cambio, el canibalismo social es inhumano. Es la principal causa de mortalidad en todas las especies, incluyendo la suya, y de su hábitat. Asesina a seres indefensos y deja morir de hambre a otros. Sus tentáculos ideológicos son comecocos para el resto, de forma que llega a conseguir el aplauso o la indiferencia de sus víctimas.

Las organizaciones, países y empresas tienen sus caníbales, que sufren y utilizan. Los partidos son expertos en el autoconsumo de carne propia. La derecha es sibilina y la izquierda, exhibicionista. Page no se corta y Podemos se inmola. En Vox los acallan y Ayuso los aclama. A nadie engañan. Los restaurantes del poder conservador practican el canibalismo para superar su aporofobia. Ofrecen una variada gastronomía de ideas, creencias y ganancias, con las que deleitar a quienes están hambrientos de dinero y harapientos de vergüenza. Lo retrató Andrés Rábago (El Roto), con una viñeta magistral, en la que un potentado, puro en mano, advierte que: si falla el capitalismo, podemos probar con el canibalismo. No todo está perdido. Les sugiero preparemos la lucha final. Si ellos actúan como voraces salvajes, yo me sumo a la tesis del premio Nobel Gabriel García Márquez, para que respondamos, ante la barbarie primitiva y deshumanizada de los caníbales, como refinados gourmets antropófagos, con clase, saber estar y mejor comer. El gusto es nuestro.

* Psicólogo y escritor

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