Opinión | CALIGRAFÍA

Chocolate

Hace unos años, uno de mis amigos con más clase se dedicó a mendigar. Escribo que tenía clase, personal y social y económica. Se había educado en colegios francamente buenos, hablaba muy bien inglés y se defendía competentemente y con gracia en francés y alemán. Sus padres debían declarar a hacienda más de seis cifras al año y encima, para terminar de odiarlo, era razonablemente guapo: rasgos correctos, pelo espeso y claro, piernas largas. Se pone cualquier cosa y le queda bien, y ahora entiendo (hace veinte años no lo hacía) que es porque la ropa que le compraban, sutil y plana, siempre queda bien y siempre parece no ser nada. No es el tipo que se viste como le explica una revista masculina y ya va tarde cuando consigue los complementos: es el tipo por el que la revista masculina recomienda algo, por habérselo visto.

La cuestión es que mi amigo empezó a confundir su libertad con el dinero de sus padres, y su belleza personal con su talento, y cuando dejaron de financiarle la bohemia y le dijeron que se pusiera a trabajar, él se fue de Córdoba y se dedicó a vagabundear. El valor, pienso, habría sido mendigar en Córdoba. Pero su experiencia de pobreza tenía unos parámetros muy vigilados: podía solucionarla en cualquier momento, simplemente volviendo a casa. Volvió, obviamente, y ha conservado el dinero, porque su problema no era tener dinero o no, sino querer gastarlo como si lo ganara él.

De esta experiencia saca constantemente reflexiones, como el bufón que te habla de iluminaciones tras pasa un fin de semana haciendo ‘trekking’ en Nepal. Él mendigaba dinero una parte del día, pidiéndolo con mucha simpatía en plazas principales en hora punta. Como la gente da dinero a los mendigos que creen que ellos podrían ser o haber sido, le daban. La otra mendigaba comida. Se iba a la puerta de un supermercado, y si alguien sostenía su mirada, en un susurro, le pedía que le comprara algo de comer. Y aquí descubrió mucho del alma humana. Porque la gente que le daba (y estaba la que opinaba sin darle nada, y la que huía) estaba normalmente persuadida de que a alguien pobre hay que comprarle comida de pobre. Él tal vez indicaba: algo de embutido, un precocinado. E incluso si le hacían caso, era el embutido más barato o grasiento. Es la gente con el convencimiento de que la gente pobre no puede tener lujos, ni cosas hermosas o accesorias. ¿Cómo se atreven a querer eso, siendo pobres? Tendrán que dejar de ser pobres primero. Olvidan, claro, que el lujo y la belleza gustan a todo el mundo y para todo el mundo tienen exactamente la misma función: el consuelo. Y sí: alguien pobre necesita un buen ordenador, y un buen pantalón, y libros e ir al teatro, por la teoría de las botas de Vimes y porque es la manera de dejar de ser pobre.

Por eso sus mecenas favoritos eran los que preguntaban: ¿Qué necesitas? Y no sólo le compraban tal vez el jamón de York que ellos mismos no se compraban, sino que le metían en la bolsa, sin decirle nada, una tableta de chocolate.

** Abogado

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