Opinión | entre visillos

Fantasmas del pasado

Vuelven para estirar el triunfo resucitados por el ‘merchandising’ y la IA

La distancia que, en el mundo de las artes, separa la admiración hacia una figura destacada y su sobreexplotación comercial es cada vez más corta. Sobre todo si está muerta y no puede defenderse de los depredadores. Como ejemplo más flagrante tienen a la pobre Frida Kahlo, la frágil pintora enamorada hasta la extenuación de Diego Rivera, el gallo del corral pictórico mexicano que la vampirizó de todas las maneras posibles. Pero nada de aquella esclavitud amorosa se recuerda sino todo lo contrario. La verán en películas, libros, teatros, ballets y murales de todo tipo convertida en icono de un feminismo que ni practicó ni estuvo nunca entre sus prioridades. Sí que fue una gran luchadora que desde la cama y el corsé que la enjaulaban imaginó libertades imposibles, sueños traducidos en autorretratos que acababan hablando de ella misma más de lo que se proponía contar. Y por todo ello, y por ese sufrido romanticismo que envuelve sus circunstancias, además del hecho nada desdeñable de ser escasísimas las pintoras con reconocimiento internacional, puede entenderse la atención intelectual que Frida Kahlo sigue suscitando. Lo que no se justifica es el ‘merchandising’ --descarado mercadeo, aunque en inglés suene más fino-- desplegado a su costa. Tazas, bolsos, perfumes, ‘barbies’ (en su colección ‘Inspiring Women’) e incluso trajes de Dior estampados con corazones floridos y paseados por modelos cejijuntas contribuyen a ese ‘boom’ fanático disfrazado de adoración que sólo busca hacer caja. Hasta se ha bautizado con su nombre un brazo robótico que pinta con ayuda de la inteligencia artificial.

Y ahí sí que entramos en terreno pantanoso. Especialmente en lo referido al espectáculo --y qué no lo es, por cierto--, donde la IA ha encontrado un bocado muy apetecible agarrándose al consumo de imágenes escabrosas. Con el beneplácito de unos herederos prestos a poner el cazo, esto que denominan el sector inmersivo no para de sacar de la tumba y poner a cantar y moverse con realismo apabullante a antiguos triunfadores que descansaban en paz, para regocijo de amantes de los muertos vivientes. No se han librado de esta comercialización ‘post mortem’ estrellas de la cultura popular como Whitney Houston, María Callas, Michael Jackson --bueno, éste ya en vida iba de zombi-- y otros más. Pero el fenómeno de la resurrección digital no ha hecho más que empezar. Numerosos factores se alían para su éxito: una tecnología cuyo potencial está aún por descubrirse y que, si no le ponemos límites cuanto antes, acabará convirtiéndonos a todos en avatar de sí mismo, junto a la complicidad de descendientes ambiciosos que disfrazan de homenaje al difunto célebre lo que no es sino avaricia. También, por las cosquillas que despierta en el ser humano ver redivivos a sus ídolos desaparecidos aunque sepa que son fantasmas virtuales.

El invento, pues, tiene ante sí un amplio recorrido por sus infinitas posibilidades. Incluso la de que sean cantantes vivos quienes, como ha hecho el grupo Abba, ya se adelanten al futuro y rentabilicen su propio éxito --de por sí póstumo-- multiplicándose artificialmente por los escenarios del planeta. Algo mucho más justo para ellos pero, reconozcámoslo, con menos morbo. Anuncian que el próximo encarnado en holograma estelar será Elvis Presley, y en España se barajan nombres como el de Camarón y Lola Flores. A ella ya la habían desenterrado para anunciar una cerveza. Y a saber qué diría la Faraona, probablemente reivindicaría su tajada con todo derecho. A los que no tenemos nada que vender ni en vida ni en muerte únicamente nos queda decir que no todo es negociable, y que por encima de la industria están la ética y la dignidad del recuerdo.

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