Opinión | foro romano

Las dos que son las tres

A Martín Cañuelo no lo recordamos como difunto sino como una ausencia vital que nos ha desconsolado durante todo el verano

Martín Cañuelo, en la imagen, visionando una película de cine.

Martín Cañuelo, en la imagen, visionando una película de cine. / Juan Algar

Esta madrugada a las tres volvieron a ser las dos -«las dos que son las tres»-, aquella eterna reiteración de mi padre cada dos veces al año, por marzo y octubre, desde 1974, tiempo este en que no cambiaba las agujas del reloj y se mantenía en su auténtica verdad, que en esta ocasión eran las dos. Las dos del jueves fueron esa parte de la madrugada sin dueño en la que los cielos se salpicaban de nubes y el agua que caía del infinito era un alivio para un otoño excesivamente seco. Y una especie de convocatoria para los difuntos que en este tiempo cercano a noviembre son recordados por quienes todavía contamos la vida desde la tierra. Recordando, por ejemplo, aquellos días con agua, cuando en Los Pedroches y en el Guadiato se podía beber sin temor a intoxicaciones. Cuando mi madre se escurrió en el Patio de los Naranjos la tarde que me llevó al Seminario por primera vez porque había empezado a llover en la belleza de ese jardín de territorio sagrado. Desde el suelo miró para arriba y al no ver espectador alguno, se levantó como si nada hubiera ocurrido, se sacudió el vestido, me miró y seguimos camino de mi futuro destino, aquel enorme edificio cerca de la Mezquita y del río Guadalquivir en el que estudiaría nueve años y donde aprendí la amistad, a la que todavía hoy estoy atado. Como a mis padres, que por estas fechas los vuelvo a ver en su fotografía de recién casados en la cámara del pueblo, donde siempre están. 

A Martín Cañuelo no lo recordamos como difunto sino como una ausencia vital que nos ha desconsolado durante todo el verano. A Martín Cañuelo, este «héroe cívico, salvador y gestor de los cines de verano de Córdoba, y mejor persona» como reza en el periódico el anuncio de su homenaje estos días en el cine Fuenseca, a Martín Cañuelo, digo, no lo asociamos a la lluvia sino a esos cielos limpios de las noches de verano que nos daban frescor y nos sumergían en historias que nos contaban la vida desde diferentes perspectivas. Y nos permitían, antes de entrar en el cine Delicias, pasearnos por la calle Frailes, cerca de Los Trinitarios, por donde el carnaval toma asiento; por el Coliseo San Andrés, que linda con el Palacio de Orive-Casa de los Villalones y con la iglesia del mismo nombre; por el cine Olimpia, desde cuyos asientos se percibe la torre de la iglesia de Santa Marina; y el Fuenseca, con una fuente en su entrada, una taberna de dioses del cante y la guitarra del mismo nombre en su acera, una plaza donde esperar la entrada era conocer parte del mundo, y un convento, el de Santa Marta, detrás de la pantalla, donde se cuenta la vida de una manera atractiva. Martín Cañuelo, al que conocimos en aquel cine de invierno de Santa Rosa, junto con Rafael Galisteo Tapia, también amante del cine, ha sido ese hombre-milagro que llegó a la capital desde su Villanueva de Córdoba. Y como otros muchos habitantes de los pueblos, no se asustó de la ciudad sino que la conquistó, hizo de ella un reflejo de su personalidad y nos la regaló las noches de verano, cuando los cines ya son obras de autor. Lo mismo que ha hecho nuestro compañero montillano Francisco Solano Márquez Cruz con sus reportajes, escritos, editoriales y libros en los más de 60 años que lleva ejerciendo como periodista en Córdoba. El Ayuntamiento le entrega hoy la Medalla de la Ciudad, una distinción solicitada por la Asociación de la Prensa de Córdoba. 

No llovía cuando oí desde Villaralto a Paco Solano en su programa de música en la radio. Luego lo conocí cuando hacíamos información municipal, él para el Córdoba de los medios de comunicación estatales y yo para ElCorreo de Andalucía. Mi tercer encuentro con Paco Solano fue en Ciudad Jardín, donde me ofreció irme con él al periódico que estaba montando. Era La Voz de Córdoba, el primer periódico de la democracia. Evidentemente, le dije que sí a aquella proposición de aventura. Donde llovería mucho. Y los cielos se abrirían tanto a la memoria de los que se fueron como a la presencia de quienes nos quedamos. Cuando las tres empezaron a ser las dos.

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