Opinión | LA RAZÓN MANDA

En el aniversario de un carroza

Hemos decidido celebrar nuestro noventa aniversario subidos en una carroza de batalla de flores y lanzar ramilletes de antigüedades

En el idioma español, tan dado al eufemismo, sustituimos, en ocasiones, el término anciano por la palabra carroza, que, según el diccionario de la Academia, es un vehículo especialmente preparado para participar en funciones públicas y que, en su acepción coloquial, designa a las personas viejas o anticuadas, como es el caso. Por eso, hemos decidido celebrar nuestro noventa aniversario subidos en una carroza de batalla de flores y lanzar ramilletes de antigüedades, que se hallan en nuestra memoria infantil y juvenil de unos años solo recuperables para el recuerdo, con los que --eso, sí-- podemos tejer la urdimbre de una historia tan real como pequeña. Vamos a intentarlo. Ahí van, sin orden cronológico, algunas reminiscencias de un tiempo que es imposible recauchutarlo.

Guerra y posguerra

Vemos, para empezar, el Belén tradicional que hacía el tío Rafael con gran ingenio, figuras de barro y un arroyo con agua de verdad, preludio de la esperada cabalgata de los Reyes Magos que, según hemos sabido después, organizaba un individuo perverso que había nutrido, con listas para fusilamientos, al criminal don Bruno, versión ampliada del inquisidor don Diego Rodríguez de Lucero. Del referido don Bruno, que en el infierno arderá, algunas noches, después de cenar, la familia comentaba, estremecida, sus incesantes fechorías, sentada en la mesa ovalada, con brasero de picón, donde se asaban castañas mientras jugábamos a la brisca, a las siete y media o a la oca que estaba detrás del parchís. Seguíamos entreteniéndonos de esa manera en la larga posguerra de represión, comida escasa, chinches, procesiones todas las semanas, piojo verde, tristeza, estraperlo y sabañones.

Las comidas

Antes del módico almuerzo, en el que raramente faltaban las tortillitas de san José, solían darnos, para crecer tan sanos y robustos como Popeye, un pestilente aceite de hígado de bacalao y Ceregumil Fernández Canivell, que fabricaba en Málaga un boticario de Montilla. Aunque era tiempo de escasez, cenábamos, casi siempre, un puré de lentejas viudas, desconsoladas, y un huevo pasado por agua, que colocaban en hueveras de cerámica que ya no se usan. Bebíamos, a diario, un tazón de leche -siempre hervida, para no padecer calenturas de malta-, que vendían en las lecherías: establecimientos especializados donde, según las malas lenguas, la bautizaban con agua del grifo, que debía filtrarse para eliminar el barro que traía. De entre las comidas, todavía no se han borrado de la memoria los boniatos fritos como patatas; los garbanzos guisados con espinacas; el flan Potax, que se lograba hirviendo en leche unos polvos amarillos: las sopas Maggi en cubitos... En fechas extraordinarias aparecía la carne, tan dura -suponíamos- como la de un mamut prehistórico. Las meriendas eran monótonas, invariables: pan de higo u onzas de chocolate que fabricaba en Pozoblanco Hipólito Cabrera.

Semana Santa

También es muy vivo el recuerdo de la Semana Santa. La primera vez que vimos nazarenos con capirote nos asustamos. Fue en la plaza de la Magdalena. Llevaban el antifaz blanco de los cofrades de la Misericordia. Algunos, arrastraban cadenas colocadas en los tobillos e iban descalzos. Entrada la noche, dormimos mal, atrapados, al recordarlos, por un agrio temor. Luego, algo mayores, ya liberados de los miedos primerizos, no nos perdíamos el Viernes Santo, con la cruz guiona del Campo de la Verdad, cuajada de espejitos, y el obispo presidiendo el duelo, en compañía de autoridades con sahariana blanca y militares con el sable del revés. Pero lo más raro de la Semana Santa era que, en los casinos céntricos -Labradores y El Mercantil-, impregnaban las cristaleras exteriores con blanco de España, que impedía ver lo que sucedía dentro. Una extraña costumbre que nunca hemos sabido si era seña de recogimiento o de hipócrita ocultación.

En el cine

Muy niños todavía, nos llevaban todos los domingos al cine. Allí, en la agradable penumbra, nos enamoramos --¿cómo no?-- de las jovencísimas heroínas Shirley Temple y Diana Durbin. Raramente nos librábamos de filmes tan patrióticos como ¡A mí la legión!, Raza, Sin novedad en el Alcázar ... que precedieron al milagro americano del technicolor. Nos tronchábamos de risa con Laurel y Hardy porque, entonces, no entendíamos bien a los hermanos Marx y escaseaban las cintas de Charlot, al que tachaban de «rojo». En verano, después de tomarnos un vaso de horchata en el puesto ambulante que instalaba El Rubio al principio de la calle Claudio Marcelo, íbamos a los numerosos cines al aire libre, antes de acostarnos en un colchón de lana que acrecentaba los insufribles calores.

El fútbol

El deporte más presenciado, u oído en las retransmisiones radiofónicas, era el fútbol. Fútbol nacional con una cumbre: el golazo de Zarra que --¡toma castañas!-- derrotó a «la pérfida Albión» en el estadio brasileiro de Maracaná, mientras el extremo Gainza, «el gamo de Dublín», regateaba hasta su sombra a endiablada velocidad. Entonces, el equipo local, el Real Club Deportivo Córdoba, tenía con Ayala, Moreno y Muñiz una línea media insuperable. Club provinciano pero importante en el que --tal vez un par de temporadas-- jugó en la delantera nada menos que Imbelloni, procedente del argentino San Lorenzo de Almagro, el once más goleador de Sudamérica, que se paseó por España poco después de que lo hicieran Evita Perón y Jorge Negrete. Éste, con sus mariachis provistos de guitarrones, difundió corridos y rancheras que exaltaban el machismo visceral practicado en Jalisco.

Las lecturas

Aunque el atento lector pueda pensar que nos parecíamos al repelente niño Vicente, lo cierto es que pasábamos los días, sobre todo en verano, leyendo sin parar. Fueron cayendo: Quo vadis?, con Nerón tocando el arpa mientras los leones merendaban cristianos, Fabiola, Los últimos días de Pompeya, Ben-Hur, Carabelas de España, Glorias Imperiales... Novelas edificantes de Palacios Valdés, el Padre Coloma, José María de Pereda... Ya jóvenes, después de ver en el recién inaugurado Palacio del Cine el Hamlet de Laurence Olivier, nos prendió Shakespeare. En la librería Font compramos todas sus obras editadas en la Colección Universal, hasta las menos conocidas, como Cimbelino, Coriolano y Tito Andrónico, tragedias en las que, según el decir popular, moría hasta el apuntador. Por haber tenido una amistad tan temprana con los libros, todavía nos reconcome que en el último acto de unas Santas Misiones --tan acojonantes como los Ejercicios Espirituales de los jesuitas--, nos llevaran a quemar libros en Las Tendillas al más puro estilo nazi.

En el periódico

A poco de concluir el bachillerato publicamos --qué incontenible emoción-- nuestros primeros artículos en este mismo periódico cuando lo dirigía Pedro Álvarez. Desde entonces, hace siete décadas, raramente hemos dejado de hacerlo --estuvimos ocho años, en tiempo de Antonio Ramos, escribiendo una leve reflexión, un apunte diario--. Solo paramos de escribir en la presente publicación durante el trienio 1974-1977. Entonces, lo hicimos en el sevillano Correo de Andalucía, que se vendía mucho en Córdoba cuando lo dirigió el sacerdote José María Javierre, hermano de un cardenal de la curia. Nuestra mudanza periodística se debió a que nos integramos en el partido liberal clandestino de Joaquín Garrigues Walker y, en un periódico del Movimiento, resultaba imposible escribir la palabra democracia y bendecir al liberalismo verdadero, que, según el catecismo Ripalda, era pecado.

La radio

En la radio oíamos loores encendidos al niño ajedrecista Arturito Pomar; a los Coros y Danzas de Pilar Primo de Ribera, que bailaban, primordialmente jotas, con pocholos; al gimnasta Joaquín Blume y a la ingrávida Pinito del Oro, que se balanceaba cabeza abajo en el trapecio del circo. Qué bien recordamos, en la sala de estar --cerca de la máquina para coser, las mecedoras de rejilla, la jaula del canario y el gran espejo biselado--, aquel aparato de radio, dentro de un mueble ostentoso, en el que, diariamente, escuchábamos noticias --las llamaban «el parte»-- entreveradas con densos ditirambos al invicto caudillo que era el centinela de Occidente. En este momento, al escribir sobre la radio, nos viene un recuerdo muy reincidente: el de una tarde de octubre cuando, en EAJ24 radio Córdoba, el locutor Benigno Santiño comunicó a los radioyentes que, como mañana era el Día Universal del Ahorro, a continuación, nos iba a dirigir la palabra el canónigo Padilla, presidente del Monte de Piedad, que inició su meliflua intervención llamándonos «amadísimos clientes».

Revistas infantiles

Impacientes, esperábamos que llegase diciembre para comprar el grueso número extraordinario de la revista Chicos, que nos gustaba más que Flechas y Pelayos, a la que, durante la posguerra, ganó en número de lectores, entre otros motivos, porque --aproximadamente en tiempo de la Primera Comunión-- los escolares disfrutábamos de lo lindo con las osadas aventuras del pecoso Cuto, héroe inolvidable ideado por el gran dibujante Blasco. En este párrafo, dedicado a las revistas, también queremos dejar constancia de los singulares escaparates que en la librería Luque realizaba Miguel del Moral cada vez que editaban un número de la revista de poesía Cántico. Escaparates de gran originalidad, semejantes a una escenografía teatral con mariposas, torsos de escayola, capiteles, arlequines, brocados, caracolas..., que dejaban al público boquiabierto, desconcertado.

¿Cómo Florencia?

Urbanísticamente, la ciudad mostraba, hasta que llegó Cruz Conde a la alcaldía, una decadencia indubitable. Salvo las calles más céntricas, toscamente adoquinadas, las de todos los barrios tenían losas de piedra en las aceras y en la calzada grandes pedruscos, así como un alumbrado escaso con tristes bombillas colgadas de cables gruesos. También, había bastantes plazoletas terrizas y fuentes sin agua. Estas defectuosas circunstancias se las repetíamos a Juan Bernier cuando comparaba la Córdoba de su juventud con la Florencia de los Medici. Después de nuestra crítica, el poeta guardaba un reflexivo silencio para acabar reconociendo que dicha comparación florentina se debía a que paseaban por nuestras calles unos mozuelos que recordaban a los modelos que debieron servirle a Miguel Ángel para esculpir al bíblico David. Bueno, Juan, pero estábamos hablando de urbanismo.

Colofón

Este tupido, extenso y modesto anecdotario, en el que han quedado atrás sucesos cardinales, como el entierro de Manolete, es, tal dijimos al principio, la ocurrencia de un anciano, de un carroza, al que le agrada la literatura de la memoria; o sea, revivir detalles de sus años lejanos y contarlos -aunque sean antigüedades de interés muy menguado- para, de esa manera tan inverosímil, celebrar el próximo noventa aniversario. Que ya es edad. Y, también, buen momento para, después de muchísimos años, despedirnos de los amables lectores, antes de tomar la cuesta abajo de una inevitable decadencia. Declive que, como siempre hemos pensado, debe vivirse en clausura. Convencimiento que, días atrás, se reafirmó al ver cómo el veleidoso profesor Tamames exhibía su ancianidad egocéntrica y deshilachada en la sede de la soberanía popular.

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