No recuerda el anciano cronista -su único y extenso latifundio, el de la memoria, es ya dominio de abrojos y matorrales...- si ha muchos años atrás escribió un artículo sobre un hombre bueno y ejemplar en el desempeño de su cometido de vigilante urbano. Cree que sí; pero, en todo caso, volver a hablar acerca de un ser como Pepe Ropero es un deber de gratitud personal y reconocimiento social.

Nervioso, afable hasta el extremo, optimista y positivo ante los lances que curtieron su laboriosa existencia y, muy en especial, frente al quehacer y protagonismo de las jóvenes generaciones, configuraba ipso facto una atmósfera de cordialidad absorbente. Afanoso y diligente en su oficio profesional, la queja quedaba férreamente excluida de su vocabulario. En una época -quién podría imaginarlo en los días del parto feliz de la Transición- en que el amplio diccionario de la protesta, el lamento y la contestación se utilizaba exhaustiva y cansinamente, sus palabras eran moderadas y, por lo común, estimulantes. Su familia, rectorada por una esposa admirable y admirada, constituía motivo de honda, al tiempo que recatada satisfacción. El incierto futuro de uno de sus hijos, envidiablemente dotado para la escritura y la música, concentraba no pocos días a prima hora la conversación con el articulista. Representante insuperable de las más vocacionadas hornadas de la Facultad de Letras de la antigua urbe califal, el destino no le ofreció sus mejores bazas en su recién acabada licenciatura, con la consiguiente preocupación de su padre. Andadura fatal de tantos de sus compañeros que logró por fortuna trocar en una trayectoria esperanzada en la asfíctica cultura de una ciudad de provincias, ya muy alejada de sus horas universalmente estelares...

A punto de jubilarse, José Ropero recibió, alevosamente, un recado de la Parca. Esquivado con señorío y elegancia, poco más tarde un segundo alcanzó su mortal objetivo. El cronista piensa que su buen amigo era creyente. En todo caso, su santo patrono habrá sido sin duda sensible a su caudalosa bondad y a un itinerario recto y de permanente presencia del prójimo. En esta primavera, al abrillantado barrio en que ejerciera durante décadas su exigente tarea le faltara su mejor flor.

No obstante, el recuerdo de su fecunda biografía de probidad y profunda vivencia de la ajeneidad permanecerá incólume a través del tiempo en la memoria fiel de sus compañeros de trabajo y en todos los que se enriquecieron con su hombría de bien y la integridad de su carácter.

* Catedrático