Las diversas recreaciones del mito de la Edad de Oro son tan viejas como la propia literatura; puede que incluso más, aunque –dado el carácter oral de aquellas formas embrionarias– sus restos no hayan fosilizado. Hesíodo, Virgilio o el libro del Génesis abren caminos que aún recorremos. Evoca este mito un tiempo ya perdido en el que reinaba una armonía perfecta entre hombre y naturaleza. No existía preocupación alguna por buscar el sustento, ya que este nos era dado sin otro trabajo que el de alzar la mano para tomar los frutos de los árboles o abrir la boca para abrevar en ríos de leche y miel. Los lirios del campo y los pajarillos del cielo –tiernos vestigios de aquel paraíso– serían el espejo donde vernos reflejados.

Supongo que psicológicamente esta persistencia del mito responde a la necesidad que experimentamos de aflojar nuestros diarios grilletes mediante la ensoñación de un tiempo mejor. El uso político que se ha hecho del mismo ha sufrido numerosos cambios. No solo en cuanto al dibujo de lo que fue aquel período feliz, sino también respecto a la distancia temporal que de él nos aleja. Imposible esbozar aquí un censo de todas esas variantes. Ciñéndonos al presente: nuestra derecha más apolillada sitúa aquel Edén en la España imperial, católica y provista de arnés y caballo; el ecologismo profundo –más fiel en esto al modelo clásico– se remonta mucho más atrás: a una naturaleza beatífica, y tan nutricia como un seno materno.

Pero lo que yo quisiera destacar en este recuadro –con el ejemplo algo trivial del reciente auge de los discos de vinilo– es cómo se ha recortado aún más el tiempo que nos separa de aquella espléndida cornucopia, y también cómo hemos simplificado el alcance de sus bondades. Inmersos en una sociedad hipertecnologizada donde todo muta a una velocidad de vértigo, aquel pasado áureo se remonta a unas pocas décadas, y el disfrute que nos proporciona consiste en aquello que los seguidores de esta moda vintage ensalzan como «la calidez de ese viejo sonido». Lo «natural» consiste ahora en la vuelta a una forma obsoleta de tecnología, sobre la que proyectamos ese afán de pureza que antaño residenciábamos en tiempos más remotos. Un regreso, en fin, a esa Edad de Oro en la que todo era de otra manera: mucho más puro, mucho más auténtico, más hermoso. Al roussoniano buen salvaje no hay que buscarlo hoy en una isla perdida del Pacífico, sino en una habitación donde alguien deja caer el brazo del tocadiscos sobre unos surcos que giran al ritmo de una felicidad que, a cada vuelta –y pese a todo el empeño puesto en la empresa–, siempre se le escapa.

** Escritor