Hace 16 años leí un artículo en El País que me dejó fascinada. Había una ciudad en China, en la provincia de Zhejiang, llamada Yiwu, que fabricaba la gran mayoría de los productos que llegaban a Occidente y que estaba cerrada para los occidentales. La noticia no era esa, sino que por fin nos permitían la entrada. En ese momento decidí ir a Yiwu y pasó que los astros se alinearon con mi propósito de poner los pies en esa tierra desconocida. Una amiga que conoce a otra que tiene el contacto en Shanghai de un chino llamado Huan que habla español y que podía servir de guía; Air Europa que anuncia el primer vuelo directo a China; unas amigas que deciden venir... En fin, que así fue como en mayo de 2005 me vi sentada en el primer vuelo directo Madrid Shanghai.

No voy a hablarles hoy de los trayectos en tren que recorrí, ni como tuve que hacer alguna necesidad fisiológica en aquel autobús en el que atravesé una parte -minúscula, pero inmensa- de China; el miedo que pasé, o las comidas imposibles que me hicieron adelgazar casi cinco kilos en 15 días. Visité la ciudad que fascinó a Marco Polo, de la que dijo «en el cielo el paraíso y en la tierra Hangzhou» y por fin llegué a Yiwu. Una ciudad perdida en donde para ir al hotel con tanta maleta había un solo taxi desvencijado, o los tradicionales triciclos con conductor, siendo al mismo tiempo el mayor mercado del mundo.

Descubrí lavadoras que además secaban y planchaban, bicicletas eléctricas de las que ahora hacen furor; que Papa Nöel era uno de sus productos estrella y descubrí la muy diferente manera de ser de los millones de chinos, entre los que me sentía segura con un silbato colgado al cuello por si tenía que llamar a la policía.

Les cuento todo esto porque ahora se ha cumplido un año del día en que otra ciudad que nadie conocía, Wuhan, se cerró de la noche a la mañana a cal y canto, quedando desierta por un virus que aún desconocemos cómo llegó, aunque es claro que llegó. Ha transcurrido un año y las imágenes que nos proyectan de Wuhan son sorprendentes. Todo en su sitio, ni un solo contagio, ningún rebrote, nada de nada, mientras el mundo occidental, ese que pisó por primera vez hace 16 años una ciudad que era el mercado del mundo, se desangra con un brote detrás de otro, con una mutación tras otra.

No me sale darle la enhorabuena a Wuhan. Lo siento. Pero conociendo las costumbres de China, se que hay algunas cosas en las que nos ganan: la obediencia, esa por la que si hay que quedarse en casa, nadie se mueve y la triste ausencia de besos y abrazos.

De Huan ( si, «Juan») les contaré otro días

* Abogada