No es nada frecuente triunfar en vida, llevándose uno al otro barrio puestos los elogios póstumos. Tampoco es fácil obtener en la ciudad donde se nace y crece --sobre todo si es Córdoba, tan cicatera a la hora de ensalzar lo propio-- el reconocimiento verdadero, el que por encima de intereses y circunstancias va de corazón a corazón. Y, sin embargo, de ambas cosas disfruta Pablo García Baena, ese aliado de los dioses. Paso a paso, verso a verso, se ha ido ganando no sólo un indiscutible respeto como poeta, sino el cariño sincero de cuantos se ha ido cruzando en el camino. Pablo sabe que se le quiere incluso calladamente, que es una forma de querer muy cordobesa, pero para que quede constancia pública va a recibir una prolongada muestra de afecto institucional con motivo de haberse cumplido este año las bodas de plata del Premio Príncipe de Asturias, que recibió en 1984, y de su designación como Hijo Predilecto de la ciudad. Será un hondo homenaje que él, tímido y reconcentrado en su universo de palabras y belleza, recibe agradecido pero un poco superado por las circunstancias, con el grato desconcierto de quien, habiendo saltado sobre su sombra, se siente un superviviente de sí mismo. También de otros muchos que ya se fueron, con quienes compartió confidencias y amistad por encima del tiempo --no he conocido a nadie más fiel que él a sus querencias--. La última en irse ha sido Josefina Liébana, hermana de Ginés, el pintor casi alter ego del poeta. Ayer, día en que arrancaban con una exposición en la Casa Góngora los actos en su honor, se fue para siempre aquella chica intrépida y locuaz de la Isla Amistosa. Y a Pablo, náufrago entre tanta despedida, le supo a acíbar el momento dulce. Así es la vida, Pablo y Ginés, unidos otra vez en las alegrías y las penas.