El sollozante Carlos Arias, así lo anunciaba aquella madrugada del 20 de noviembre de 1975. Con las palabras del presidente del Gobierno, no solamente se certificaba el fin de la agonía de Francisco Franco, sino también la de su régimen político, el cual nos sometió a una lúgubre noche de terror, desde aquel ya lejano día de 1936 en que rompiera el desarrollo de nuestro pueblo, que buscaba su destino en las urnas. Era la conclusión de un sistema de imposible continuación, a pesar de que algunos lo intentaran. Su voz, comunicaba el deceso a un pueblo que se fragmentaba entre quienes gimoteaban por la partida de su Caudillo, y los que lo hicieran de alegría por el óbito del tirano.

Todavía tengo fresca en mi recuerdo aquella mañana, en nuestra ciudad, tras el lacónico titular del diario del Movimiento, que nos daba la noticia a la provincia, siendo muchos quienes nos preocupábamos por las posibles acciones que pudieran llevarse a cabo por los grupos de extrema derecha, que aún se hacían notar en todo el territorio peninsular. Por la mañana, como era habitual, algunos nos dirigimos a la Facultad de Filosofía y Letras, donde impartíamos docencia. Allí, intercambiamos impresiones y comentarios con compañeros y estudiantes antifranquistas, acerca del Invicto Caudillo, Padre de la Patria y Vindicador de la Justicia, que con su victoria sobre los nuestros había afirmado todo el Orden Cristiano y la Libertad de la Patria, tal y como se lo recordaran al saludarlo unos frailes del monasterio de Silos, un año antes de su fallecimiento. En aquel momento, el franquismo estaba en retirada y vivía, como afirmara José María Izquierdo, chapoteando en su propia miseria viscosa, mientras era sostenido por un grupo de viejos furrieles y por lo más rancio del capitalismo hispano. Todo ello, en un ambiente cada vez más irrespirable e insostenible que se les vino abajo en aquel otoño con la muerte del patriarca. La paralización política del Gobierno de Arias Navarro era palpable a los ojos de todos, puesta de manifiesto en el problema del Sáhara Occidental, en las huelgas de obreros y de estudiantes que se sucedían por doquier y, también, cómo no, en las sentencias de muerte que se acababan de dictar por un tribunal militar, a José Humberto Baena Alonso, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo Solías, Angel Otaegui Echevarría y Juan Paredes Manotas, que no les fueron conmutadas como a los otros seis compañeros de ETA y del FRAP, igualmente condenados por los uniformados , y que ni tan siquiera el Santo Padre, Pablo VI, como tampoco las múltiples protestas desde todos los rincones del planeta, pudieron frenar el visto bueno de aquellas, rubricada por la pluma, asida por la mano temblorosa del dictador, que ahora se hacía firme en su despedida, como ya lo fuera desde que comenzara la guerra civil. El Viejo Continente fue entonces un clamor ante tanta iniquidad del viejo general y del moribundo régimen político, siendo el episodio más llamativo el incendio provocado en nuestra sede diplomática de Lisboa.

Con la muerte de Franco, no pocos compartimos por aquel entonces la posibilidad de que volviéramos a la pauta de los años treinta de la pasada centuria, cuando el pluralismo polarizado abriera heridas y luchas sociales. Afortunadamente, la sabiduría del pueblo pudo impedir la experiencia de otra guerra y del régimen autoritario que le siguió, haciéndonos ver que la mejor alternativa pasaba por una democracia parlamentaria, de acuerdo con el diseño efectuado desde los EEUU. Fue una suerte entonces contar con unos políticos que supieron tocar con finura la partitura enviada por Washington para desmontar pacíficamente unas instituciones ya caducas, poniendo en su lugar una Constitución democrática que ahora toca revisar, tras seis lustros de convivencia con ella. El 6 de diciembre de 1978 el pueblo español la aprobaba en referéndum, con una mayoría de casi el 88% de los votos. El texto legal era promulgado por el Rey, el día 28 de aquel mismo mes, y que nuestro buen amigo el senador constituyente, Joaquín Martínez Björkman, tuvo la oportunidad de firmar en él, con otros miembros de la Mesas de las Cortes Constituyentes. La losa de piedra de granito que sella la tumba de Franco en el Valle de los Caídos significa algo más que su sepultura, representa que nuestro país encontró al fin su acomodo en el camino de la libertad, tal y como nos lo recuerdan estos días, treinta años después de los hechos, los diversos espacios informativos, así como los diarios de todo el territorio peninsular. A pesar de todo, yo continúo preguntándome si de verdad Franco ha muerto.