Se lo oí, hace años, a una vieja enfermera jubilada, que ejerció en un hospital de Barcelona durante la guerra civil. Habían ingresado a un pequeño de unos 8 ó 9 años. El día antes de operarlo, llegó el padre, anarquista, a verlo. Venía con su fusil, sus tirantes con cartucheras, su camisa arremangada, su gorro rojo y negro y toda su prepotencia revolucionaria en la inacabable palabrería de certezas sobre el poder de su violencia. Alardeaba de que esa noche iban a organizar un buen jaleo en la ciudad. Y lo organizaron. Al día siguiente, volvió para ver al hijo: había muerto en el quirófano, porque, cuando lo operaban, «el buen jaleo» los había dejado sin luz. El pobre anarquista, convertido de golpe en ser humano, lloraba con toda la desesperación de lo irremediable; esa era su revolución: la conciencia, sin escapatoria posible, sin más mirar hacia otro lado, sin nada donde huir, de que había perdido lo que amaba y ya no tendría solución nunca. Nada de calderas de Pedro Botero, ni de cuernos y tridentes: la visión hasta el fondo de que había matado la felicidad y ya nunca, ¡pero nunca!, la iba a tener. Y aquella carne iluminada lloraba con todas sus certezas de esta vida, que, en un instante, las había perdido para siempre ante su hijo muerto. El hijo ya no sería ni presente, ni futuro, ni anarquista; ni disfrutaría de la lucha de clases, del triunfo sobre la burguesía, del amanecer de la sociedad proletaria con su mundo de todos iguales. Aquella criatura, como siempre ocurre, había pagado con su inocencia la estupidez de sus mayores. Había sido otro santo inocente para que el padre cayese en la cuenta de la violencia con la que se drogaba. Porque a todos nos llega de manera injusta el sufrimiento que otros cometen, y crecemos con él, y entonces está en nuestras manos el redimirlo y anularlo o potenciarlo y transmitirlo. Aquella criatura había tenido que pagar con su muerte la redención de su padre. ¿Dónde fue a parar ese hombre? ¿Le dio la vida otra oportunidad o lo mantuvo vivo en su sufrimiento hasta morir en pura desolación? ¿Nunca aprenderemos de los demás y de la Historia que la violencia se alimenta de violencia? Por eso, con nuestra permanente estupidez, seguimos sembrando vientos para recoger tempestades en nosotros y en la vida.

* Escritor