Aquí, a la ancianidad, a la vejez más o menos declinante, la llamamos «tercera edad», pues somos adictos a los eufemismos. Si la economía frena, decimos que se desacelera; llamamos «caídos» a los muertos en la más cruenta guerra civil y justificamos la contabilidad corrupta llamándola «caja B». En el caso de la tercera edad creemos que la palabra con más precisión y solera para designar a la vejez es senectud: un indudable latinismo.

Excavando en la antigüedad greco-latina, donde están los cimientos de nuestra cultura, conocemos que había dos actitudes en torno a la vejez. En primer término, quienes pensaban que era una decadencia que debía ocultarse. Por eso, idearon la utopía de la eterna juventud, mientras hicieron circular la creencia de que los predilectos de los dioses mueren jóvenes. Ciertamente, para que no sufra deterioro su figura ideal, no es lo mismo imaginar a Alejandro Magno, a lomos de Bucéfalo, derrotando a Darío en las orillas del Tigris, que rememorar a un belicoso dictador en la cama del hospital con sondas y cables introducidos por todos los orificios de su cuerpo senil.

La otra actitud, diametral, consistía en exaltar a la vejez como una edad virtuosa de sosegadas sabidurías: guía y modelo para las generaciones subsiguientes. Un ejemplo máximo lo encontramos en la obra Cato maior, de senectute (‘Catón el mayor, sobre la vejez’), escrita por Cicerón con 61 años, dos antes de ser asesinado por los esbirros de Marco Antonio. En ese libro, muy valorado durante el Renacimiento, tomaba como modelo de vejez lúcida a Catón el censor, aquel republicano íntegro que concluía todas sus peroratas pidiendo la destrucción de Cartago.

Asegura Cicerón que el tiempo no es nuestro enemigo, pues su trascurrir sirve para acentuar la sinceridad y la autonomía del criterio. La edad ensancha las perspectivas, hace más nítidos los horizontes, tranquiliza la opinión y predispone a la clemencia. Por todo ello, la sabiduría tiene en la senectud su mejor hontanar. De ahí que los areópagos, los senados y las asambleas públicas se nutrieran de prudentes ancianos prestigiosos, respetados por su clarividencia, de la que nacía el don del consejo.

Desconocemos si las alabanzas de Cicerón fueron compartidas por la sociedad de su tiempo, pero nos parecen en las antípodas de las costumbres vigentes. En el marco de nuestra cultura occidental, utilitaria y consumista, la vejez, aunque la camuflemos llamándola tercera edad, se encuentra poco valorada. La juventud, en esta época vertiginosa, suele pensar, salvo contadas excepciones, entre las que se encuentran bastantes familias gitanas, que los viejos son unos abuelos desfasados que solo sirven para referir achaques y dar el latazo con las nostalgias. Por eso, su mejor quehacer es viajar con el Inserso, pedir el alza de las pensiones y tomar alimentos que reduzcan el colesterol.

Pero, lo que resulta tan exacto como ineludible, es que la senectud pocas veces la contemplamos como la antesala de -retornan los eufemismos- «la ceremonia del adiós» (Simone de Beauvoir), el acabose o el momento de doblar la servilleta. En definitiva, un trance anhelado por nuestros místicos del Siglo de Oro que morían por no morir pronto para gozar de la alta vida que esperaban. Una prefiguración del laico «¡Viva la muerte!» del tremendista general Millán Astray, fundador de los legionarios que consideran a la vejez una fatalidad fuera de su microcosmos, en el cual se ejercitan escalando fortificaciones, arrastrándose como reptiles y desfilando a paso ligero en compañía de una cabra. Actividades incompatibles con la senectud que tantas semejanzas guarda con las enfermedades incurables.

*Escritor