Antonio Gil escribe para las almas y no para los oídos. Sin embargo, cuando se le oye hablar en el púlpito o en la Academia se observa que su calidez arrebata más en su discurso que en su lectura. Como periodista no tiene miedo a las palabras que debe constreñir en un espacio muy limitado. Cuando habla como sacerdote no es descuidado en el lenguaje sino seguro. Sus palabras no son rebuscadas sino escogidas casi de la boca del pueblo llano.

Me honra recibir sus escritos en mi correo electrónico que luego releo en este periódico Córdoba. Son plenas y alejadas de angustiosa inanidad. Tienen la sobriedad de la elegancia; son bruñidas y sin asperezas.

Como académico sabe conservar el equilibrio, nada pedregoso, aunque a veces por razón del tema tiene que ser algo saltarín en su columna.

Como sacerdote escribe desde un alma sosegada que no pone aguijones en sus frases y su género literario es mezcla de filosofía, historia y oración.

Cuando habla en público no es vehemente ni torrencial, sino breve, fluido y a veces meloso. En sus homilías tridentinas, que yo recibo cada semana, no es animoso contra los peligros ni altanero contra las ambiciones ni pretende quebrantar al soberbio.

Como periodista habla y escribe de las cosas y la elocuencia le sigue cuando habla como a su propia sombra. Siempre camina algo cabizbajo para no excitar ni aguijar. Cuando lee en alta voz, como el día de su lectura del discurso de ingreso en la Real Academia, siente lo que escribe.

Antonio Gil no busca el aplauso, pero yo lo aplaudo porque no me quita la esperanza.

* Académico correspondiente