‘La compasión difícil’. Autora: Chantal Maillard. Editorial: Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2018.

Aunque aparezca pocas veces la voz de la niña que fue la autora, en La compasión difícil Chantal Maillard parece ofrecernos su mirada desde el internado belga donde pasó parte de la infancia, para adentrarnos en esta nueva propuesta que no deja indiferente. La niña siente que todo lo que mira no le afecta, como si lo viese a través de una pantalla, por lo que se sitúa en el margen. La cualidad de saltar de la escena para que no nos provoque más dolor del necesario. Si no estamos dentro del suceso adquirimos una ventaja como espectadores que nos lleva a disfrutar de la ficción para satisfacer cierta curiosidad morbosa. Vivir no es un don, nos dice y recuerda constantemente. Nada de filosofías blandas que ayuden a soportar la existencia, y mucho menos aferrarse a una creencia. Las creencias debilitan. Es el hambre lo que mueve al ser humano. No es la primera vez tampoco que nos lo recuerda. «El hambre es el combustible; la muerte, la semilla. El mundo es la perpetua representación de una violencia primera. La existencia, el resultado de esta violencia».

La construcción del libro se forma de ensayos que rozan el aforismo en una sucesión de piezas cortadas por temas como los dioses, el hambre, lo bello, el suicidio, contar, tejer… que admiten diversas combinaciones.

Se sitúa bajo la urdimbre de Arthur Schopenhauer, el primer filósofo europeo que bebió del hinduismo y budismo y presentaba la compasión como la única relación positiva entre los seres humanos, asegurando que la conciencia de una identidad común permite conocer y a través de esta experiencia llega la compasión. La compasión, nos quiso decir Schopenhauer, que el dolor del mundo es tu dolor. Y Chantal Maillard ha continuado dicha filosofía. Propone que mediante una ética compasiva canalizaremos la comprensión esencial del ser, identificándonos con todos los seres vivos. La araña-mente que teje escenarios de representaciones está atrapada: «Mente como sede de la conciencia donde se organizan las representaciones originales de la percepción y los conceptos». Inmanencia, todo queda incluido en lo que percibimos a través de la mente, cambio incesante. La trama es la mente, y como el filósofo alemán, reniega del idealismo platónico. «¿Qué es la belleza sino una argucia para mantenernos con vida y disuadirnos, en caso de que ésta fuese nuestra intención, de ponerle fin?».

Con gran acierto, los juicios que nos propone Chantal Maillard producen pequeños movimientos en la mente. Cada frase, cada sentencia, cada reflexión, al carecer de un yo que lo transmita, universaliza el propio dolor, donde ni siquiera la creencia sirve de algo. No creer, como el velo de Maya, el engaño y la ilusión de la diversidad y pluralidad de lo aparente es lo que encontraremos en el paso entre creer en o creer «que nadie haga de sus creencias profecía o profesión: ante cualquier duda o renuncia se verá forzado a vivir en la hipocresía o en la miseria».

Las certezas, bajo las cuales presentimos el abismo, no dejan esperanza alguna. Aunque la propuesta sea una invitación a la compasión como sentimiento que nos iguala a todos los seres humanos, la autora no deja nada sin cuestionar, sin buscarle su reverso, sin apartarlo de la sombra donde los conceptos se destripan para formar sarpullidos de malestar, así la naturaleza no será bucólica sino «una maquinaria cruenta en la que todas las criaturas padecen».

Los dos capítulos finales, el dedicado a Mérmero, uno de los hijos de Medea y el siguiente, a la propia Medea, adquieren un dramatismo sobrecogedor. Medea es ya una anciana de siglos. Nos interpela. Maillard no distingue entre el verdugo y la víctima. Se trata de compadecer a Medea que ha asesinado a sus dos hijos. También se cuestiona la utilidad del sacrificio. Los diálogos y monólogos despiertan nuestra atención. No son verdades, son punzadas. Acercan a esa Medea que no siente compasión hacia la figura de Cretón, padre de los hijos a los que ama, y, brinda un homenaje al director de cine Lars Von Trier, a quien la autora agradece, en este libro, su sabiduría al saberse internar en los abismos de la difícil compasión. No se acaba de entender si tanto malestar es transitable.

La escritura de Chantal Maillard atenta contra la idea del origen de la obra, por ello tampoco la concluye. La coherencia entre lo que se escribe y cómo actúa no pone distancias. Nos hará seña aquello que todavía no sabemos. Concluye.