‘Autobús de Fermoselle’. Autora: Maribel Andrés Llamero. Editorial: Hiperión. Madrid, 2019.

Aún me asombra sentir la forma del silencio como una espiga movida por la brisa en el corazón del páramo o la ausencia volando a la orilla del cauce de un poema como si fuese una epifanía. La poesía verdadera nunca tuvo edad ni entendió de modas efímeras y vacuas. A veces la voz de una poeta joven puede encerrar en sus versos más estilo y más madurez que muchos vates afamados que escriben de asuntos fútiles e intranscendentes. En el caso de Maribel Andrés Llamero (Salamanca, 1984) la poesía da alcance al vuelo de la luz y, a la vez, penetra en el corazón magmático que borbotea en la hondura de la tierra. En muy pocas voces jóvenes de hoy -tal vez en ninguna- percibimos en su palabra esa magia telúrica tierna y portentosa que nos conmueve por su autenticidad y la sublime elegancia que desprende: «Este alma de pizarra ha soñado/otra vez con el mar; y con el trigal tan dulce/que fue playa dorada en mi recuerdo» (pág. 28). Mientras algunos y algunas oportunistas han querido poner de moda el mundo rural sin haberlo vivido y ni siquiera conocido, Maribel Andrés en Autobús de Fermoselle demuestra que tiene atadas las pupilas a una geografía campestre ya olvidada que reverbera y fulge como el cuarzo en la emoción desnuda de este libro, Autobús de Fermoselle, con el que ha obtenido el premio Hiperión de poesía, ex aequo con el poeta Carlos Catena Cózar, con su libro Los días hábiles, un poemario este último de tono diferente aunque pleno también de autenticidad.

La mirada limpia y sintética, sencilla, de Claudio Rodríguez y la hondura emocionada de Antonio Machado son pilares sustanciosos a los que se amarra la voz de una poeta que trasciende la realidad del mundo agrario convirtiendo en materia mágica y fluida una cultura rural áspera y seca: «Mi pasado de amapolas y zarzales/se rompe en cuatro sensaciones/y un par de olores que hacen que me salten las entrañas» (pág. 28), fragmento extraído del poema «No habrá más verano».

En la onda telúrica y sobria de estos versos destellan otros muchos de este mágico poemario, donde el amor a la tierra y los mayores se conjuga y se funde con la modernidad y el entusiasmo erótico juvenil, como podemos ver en este fragmento del poema «La tarde es caliente»: «Tócame,/veras que soy del barro/que arrullaron mis abuelos» (pág. 33).

Y ese cálido amor delicadamente erótico conecta, al final, con la raíz de los ancianos, esos que entienden la lengua de las zarzas y la áspera luz que abriga las dehesas, sentimiento que habita los versos de este libro donde hallan cobijo, a partes casi iguales, la ternura y el frío, el respeto y la nostalgia, el cariño y la bruma, la esperanza y el sosiego, como si el poemario en el fondo y en la forma fuera una límpida ofrenda de amor puro a los seres queridos que nos antecedieron y acabaron siendo un modelo para aquellos que admiramos en su día la lucha y la fatiga que sus vidas humildes debieron soportar.

Ahí, en esa línea de ofrenda luminosa, puede incluirse el poema titulado «Origen y linaje», que Maribel Andrés Llamero dedica a su abuela Isabel: «Estas mujeres son la memoria/de una vida que no existe/en los mapas del gobierno (pág. 41). Olvido y memoria, dolor, templanza, lejanía, chopera e intemperie, ternura, zarza y heno son señales y conceptos que atraviesan la materia de este genuino y sólido poemario creando una urdimbre hermosa y ancestral donde muchos llegamos a ver nuestros orígenes, la esencia de un mundo que nos perteneció y al cual, sin saberlo quizá, pertenecimos aunque el presente nos haya desterrado. Por eso uno entra en el libro con sigilo, recorriendo descalzo las horas del centeno y las del trigo doblado en la tormenta, la luz de la tarde en las orillas del pantano donde bullen los peces verdosos de agua dulce y brilla la infancia abrasada por un sol que la magia poética de Maribel Andrés con un tacto exquisito logra resucitar. Hacía mucha falta en la era de Marwan y de la poesía abrupta e indigesta de Loreto Sesma, y otros de su onda, un poemario como este donde hallamos estos destellos: «Nuestra es la luz del mediodía/solo ella espantará todas mis sombras» (pág. 52). Y es en ese fulgor que siega el abandono de las casas vacías y los campos derrotados donde la voz de Maribel Andrés Llamero conecta con el murmullo de las zarzas, y en su lengua telúrica conversa con el viento cenital de Castilla y viaja a Fermoselle en un autobús lentísimo buscando la mirada y el tacto de quienes nos dejaron la herencia de un mundo pobre y campesino al que aún sigue ligada nuestra identidad.