Cosecha negra, último poemario de Federico Abad, se presenta como un libro de horas, manuscritos que se popularizaron en la Baja Edad Media. En ellos, junto a las ilustraciones en miniatura, se disponía un texto para las horas litúrgicas de la jornada. Aunque lo que aquí nos propone el autor es un recorrido por cada una de las horas reales del día, es decir, a lo largo de veinticuatro poemas. Federico Abad, que además de escritor es músico y profesor, extrae del viejo formato la atmósfera trascendente, en ocasiones fúnebre, con la que envuelve estos frutos. También elabora, con su conocimiento humanista, unas imágenes que engasta cuidadosamente en cada verso «tan poderosas como oscuras» -como afirma la contraportada- y con las que deja un testimonio sobre la existencia desprovisto de cualquier tentación de artificiosidad. Algunas de las claves de este libro las encontrábamos ya en Es el aire, su anterior trabajo, donde afirmaba: «Es de noche y todos duermen, pero en mi cuarto/hace sol», para acabar advirtiendo: «Permíteme un consejo:/vigila las fronteras de tu lecho».

Estos conceptos son importantes hipervínculos en tanto que en ambos casos todo sucede en el espacio privado de quien escribe: su casa, su estudio y, finalmente, en el más íntimo recinto: su imaginación, lugar donde el poeta experimenta ese estado propicio a la creación, casi febril, que es el duermevela («Corto el tiempo y revolotea el cráneo/con su masa encefálica dentro/ soñando», escribe). Un duermevela que es también guiño y deuda con el maestro y amigo Eduardo García, cuya cita abre el libro.

Este horizonte fronterizo, límite entre sueño y razón, entre luces y sombras, va a quedar definido desde los primeros versos: «Carne de Finisterre:/eso mismo es lo que soy». También la certeza de que el universo por el que está abriéndose paso el lector sucede «en las populosas calles/de mi pensamiento», es decir, bajo los párpados de quien escribe, esas puertas, parafraseando a Valente, que cierran y abren mundos. De cada una de las horas, por tanto, pende el gozne que inaugura y clausura un mensaje. Una estructura que recuerda, salvando las distancias, al periplo emprendido por Leopold Bloom, pues además de coincidir en duración (un día), y al igual que sucedía en los capítulos del Ulises, los poemas se pliegan a menudo sobre su propio tema, tono y voz. Será la atmósfera, la modulación dentro de esta de la luz y la sombra, la constante, el eje que vertebrará las horas: «la noche y el día,/el aire y la piedra/debaten su furor a dentelladas», afirma para sentenciar: «Si fueran seres vivos su sangre correría,/mas solo son paisaje o escenario». Una penumbra que lejos de ser encuentro amable de los elementos, avanza y retrocede en una violenta fricción, es batalla descarnada, aunque el resultado solo pueda conducir hacia la inexorable derrota. Pero hasta que llegue el punto final del último poema, las emociones y pensamientos irán fluyendo para conducir al lector a los temas que el poeta aborda en cada texto: la soledad, el fin del amor, los celos, la muerte de un ser querido o la búsqueda del otro ante el dolor. Una expresividad que no se deja arrastrar por la improvisación y que evidencia un importante trabajo de cincelado en cada composición, destacando, de una manera palpable, su marcado ritmo y musicalidad. Música, que al igual que sucedía en libros anteriores, lo impregna todo, asomando unas veces en títulos como «Ansia de días mejores en un interludio del estudio», o erigiéndose con el papel protagonista en versos dedicados a Beethoven, en el poema central del libro, donde dice del alemán: «Tú, siempre tú,/único tú, Zeus Germánico,/hombre, hombre».

El poeta, en definitiva, no desdeña ningún registro para llevar el mensaje a su destino. Así, junto el soneto al ángel caído -gesto de complicidad con Cobo Wilkins- representación por antonomasia del primer rebelde, del artista, nos encontramos versos que remiten a Hernández («te digo padre y amor te digo»), al Lorca irracionalista, como sucede en «Seda», o presentan la argumentación de corte científico con la que se construye «Enunciado sobre un fenómeno interno».

Federico Abad nos ofrece una propuesta exigente, esta Cosecha negra que recoge tras una dura siembra, para que el lector ponga nombre a algunas de las sombras que a todos nos acechan, para que busque las manos de otros seres donde asirse, aunque sea, como dice: «para gritar con ellos».

‘Cosecha negra’. Autor: Federico Abad. Edita: Ars Poética. Oviedo, 2018.