La luz del tiempo cabe en nuestra mano cuando la voz poética y sutil de Daniel Cotta un día llega a vernos. Andar entre sus versos nos concede la epifanía de una celebración que viene del dolor, pero no duele. Nadie como él sabe hablar con Dios «a media voz», en un susurro lento, herido de violines y azucenas. No hay nada en él de altivez rocosa. Daniel escribe versos que son láminas, diafragmas de un océano prodigioso en el que resplandece la humildad.

Juan de la Cruz camina de su mano por las veredas de un soneto angélico, el más bello que leí hasta ahora: «... mi herida ya no duele. Me acaricia». Poesía de un misticismo que traspasa como un punzón de seda nuestra sed de eternidad. En Dios a media voz, el libro angelical de Daniel Cotta, todo es armónico, puro, refrescante como una lluvia de hojas vespertinas que caen sin prisa en nuestro corazón.