La casa grande no se acaba de leer nunca. Como aquel cuento, El castillo de irás y no volverás, que querías oír contar una vez y otra vez y otra más. Es la primera vez que me ocurre. No recuerdo haber vuelto a releer tantas veces y en el mismo tiempo un libro de poemas. Por qué, me pregunto. Son varias las razones. Primero, porque su materia es el misterio, un misterio sagrado que no acaba de desvelarse y que lo llena todo. Segundo, porque su lenguaje es una poesía trabada y nueva, imposible de memorizar ya que sus versos resuenan más allá y más dentro de la hondura, pero una hondura abierta a la claridad más resplandeciente. Cuando la mayor parte de los libros de poesía actuales se abren y cierran en la nimiedad, este libro de Rosana Acquaroni es un arco iris tendido al infinito. Infinitas sus proyecciones e infinitas sus lecturas. Elegancia. Mesura. Disparidad y convergencia. Lo materno y su grandeza inviolable. Cada poema parece haberse escrito con la sustancia de un fragmento de memoria rescatado al olvido. Porque cuando el recuerdo duele, se desdibuja y rasga. Sin embargo, qué bien ensamblados y rescatados aquí cada uno de esos retazos de dolor y de gozo. De escucha y de asombro. De mirada y de amor. La casa grande no es la casa de la infancia, es la imagen de eso otro grandioso que es la infancia, que es la madre. La madre con su atracción-reacción, alejamiento y cercanía, hospedaje e inclemencia.

Rosana Acquaroni ha escrito este libro de amor y recuerdo en la madurez de su trayectoria literaria y vital, por eso ha podido acercarse y darle voz y palabra a aquello que para cada hija deviene su madre, plena de comprensión y piedad. A lo largo de cuatro apartados se conforma el libro. La primera parte arranca con retazos de infancia, «Días luminosos/atravesados/por la cárdena intromisión de la locura.» (pág. 27). La segunda se centra en la madre, sus claroscuros de momentos felices en el entramado de la sujeción y el sufrimiento. «Papá y mamá la llevan en volandas./Mamá y papá/la cogen de la mano/la levantan/para cruzar el mundo (...). Cuando abre los ojos/todo se desvanece./Has cumplido de pronto veinte años/ y te han dejado sola,/en el instante mismo en que la vida/nos suelta de la mano/ para siempre» (pág. 35).

Los poemas, sin títulos, no se pueden destacar porque ninguno de ellos es prescindible, y en su conjunto se articulan para atisbar comprensión, caminos, sufrimiento, razones. Para construir desde la lectura el dibujo de una historia sagrada, la de una mujer atravesada por la luz que desemboca en los tratamientos usuales de la época, cuando la norma eran obediencia y decencia. «No hay manzanas en el sacrificio/ni joyeros de nácar girando en la ignorancia» (pág. 39). En la tercera parte es todo el dolor, un dolor que llega hasta el suplicio, y que se expresa desnudo. «Una mujer que siente que está sola/tiene muchas maneras de morir/a manos de ella misma (pág. 51). Y más adelante: «Aquel infierno se llamaba Alonso Vega. (...) Me ataron con correas y apagaron la luz. (...) Quiero decirlo alto y para siempre:/Fue en el Alonso Vega. En el 72./Te ataban con correas/y apagaban/la luz» (pág. 70).

Para conformar el texto se usan la segunda persona, de invocación, juntamente con la tercera, la de la voz narradora. Pero también se pasa de la segunda a la primera persona, como en el poema de la página pág. 56: «Puede llegarte el día/en que tengas que huir de lo que sabes, /salir corriendo en mitad de la vida (…) A mí me ha sucedido,/ tener que desandarme en la firmeza,/ escapar del refugio que me dieron los años». Tejido de imágenes poderosas y plásticas: «Hay un retén de labios apostado en la alfombra» (pág. 32); «Tu ojo centinela iluminándome,/ tus palabras formando un avispero/ en mitad de la infancia» (pág. 40). Y en el poema «Imagino tu cuerpo» se encadenan visual y sincrónicamente a madre e hija, uniendo así acciones y escenarios: «Tú aprietas con los dientes un trozo de madera/ yo mastico y no trago,/ (…) Ellos colocan sobre tu sien los electrodos/ yo me pruebo diademas de pájaros y noches.» (pág. 68)

La cuarta y última parte, formada únicamente por dos poemas, es la entrega, misericordia y encuentro, viaje que se inicia dándole voz a lo aquello secreto. «Madre/he venido hasta aquí a restañar tus ataduras/a contener el frío alojado en tu boca.// Soy la hija/que te aguardó despierta cada noche/ y que ahora regresa/para lavar tu lengua/ de la herida silente(...) He vaciado tus frascos de pastillas,/las trago una por una/ -sagrada eucaristía del olvido-» (pág. 73).

Arte y belleza en esta poesía que hunde sus raíces en lo más profundo a la vez que se expande hacia arriba en un movimiento de cuerpo y palabra. Expresión de lo excelso a través y por encima del sufrimiento. «Este es mi oro, madre,/mucho tiempo después he comprendido/la belleza que esconden los naufragios.//Todo está en ellos/ flotando/en la balanza/de las olas,/la pérdida y la ganancia/el faro y el abismo/ el bálsamo y la herida.//También tu tempestad/está conmigo» (pp. 79-80).

‘La casa grande’. Autora: Rosana Acquaroni. Editorial: Bartleby. Madrid, 2018.