La Flauta Mágica es la última ópera compuesta por Wolfgang Amadeus Mozart en 1791 -se estrenó dos meses antes de su muerte-, con un libreto en alemán de Emanuel Schikaneder, empresario teatral y amigo suyo al que quiso apoyar en un mal momento económico. Su enfoque es, como señalaba ayer el director de escena y autor de la dramaturgia, Paco López, popular, enfocado a la consecución de un público amplio. Quizá el primer ejemplo claro de un espectáculo no dirigido a las clases pudientes o a los mecenas, sino al público de la calle dispuesto a pagar por asistir.

Sin embargo, y a pesar de ser la cuarta ópera más representada actualmente en el mundo, no es fácil, sino compleja, pues algo de la magia del título, comenta López, está en la música, «realmente especial», que tiene la capacidad de dibujar por sí misma los contenidos de las escenas, de explicar la acción aun cuando esta no se produjera ante el espectador.

Nace La Flauta Mágica con pretensión de ser un gran espectáculo, y por ello cuenta con todos los ingredientes del mismo. El fondo, una historia de amor, la del príncipe Tamino y la princesa Pamina, a la que él debe salvar atravesando toda suerte de peligros y engaños. Bosques y palacios, tormentas y lugares siniestros formar parte de este camino en el que el príncipe recibe una flauta cuya virtud es cambiar, a su sonido, las intenciones de quien la escucha. La bondad saldrá al final bien parada, la luz resplandecerá después del paso de tantas pruebas que, entre otros detalles de la trama, han suscitado desde sus comienzos la interpretación de que está llena de símbolos masónicos, pues tanto Mozart como Schikaneder eran miembros de la misma logia. Ritual iniciático o fábula, su belleza es incomparable.