Una librería española, que fuera hace unos años Premio Librería Cultural, manifestó en una red social, muy abiertamente, su opinión sobre esto de la industria cultural y las librerías. Entre otros asuntos exponía sobre la exigencia de los editores a que sus libros estén presentes en sus establecimientos, se quejaba de la calidad de la edición, manifestaba que eran los distribuidores los que decidían los libros que debe vender una librería, sin dejar opción, en muchos casos, a la libertad del librero; las presiones de los distribuidores, la falta de honestidad, las devoluciones mes tras mes…

A alguien le pueden parecer estas palabras ingenuas, y hasta en cierto punto algo nostálgicas. Pero es una realidad que se vive día a día. Nadie mejor que un librero o una librera para conocer realmente qué se vende en su librería, esto para empezar. Que el mal de las librerías son los distribuidores es algo ampliamente comentado. Recuerdo a un editor que no dejaba de publicar, más y más, para intentar evitar las cifras negativas de las devoluciones. Claro que este editor entró en la lista negra de todas las imprentas de este país.

Todos tienen sus trucos (o sus tratos), pero estos sí que resultan ingenuos. Pasan los años y aparece Amazon, que asesta un golpe importante al pequeño comercio, y con ello a las librerías. Se buscan soluciones en el gremio y se disparan los gastos de envío. No se puede competir contra un gigante, aunque exista la nostalgia, aunque seamos ingenuos.

Una distribuidora se lleva entre un 50% y un 60% del importe del libro. El autor un 10%. La librería un 25%. ¿Qué se lleva el editor, que además debe hacer una campaña y pagar a la imprenta? Y un 10% para el autor nos parece ridículo.

Tan solo nos hacemos eco de las reflexiones de unos libreros en torno a un mundo bellísimo. Algo que escribieron hace unos días en una red social y que hoy ya no recuerda nadie. ¡Somos tan olvidadizos! Como escribiera Vicente Núñez en un aforismo: «La memoria sabe muy bien qué es el olvido».