A finales de agosto del año 1947 Córdoba perdía a uno de sus hijos más ilustres, Manuel Rodríguez Manolete , maestro en el noble arte de la tauromaquia, si bien, dos meses después de aquella luctuosa fecha, nuestra ciudad alumbraba, a la sombra de las alas barrocas del ángel de Cántico , a una nueva y rica pléyade de artistas, artistas del pincel y la palabra, como queriendo resarcirse de aquella pérdida dolorosa.

Parecía como si el genio de Córdoba, con la emoción y la belleza que entrañaba la obra de estos cinco poetas y sus dos pintores, hubiera querido compensar, al menos artísticamente, la menesterosa realidad en todos los órdenes de aquella sociedad desmayada y vencida por el luto, la tristeza y el hambre, que en la figura del tercer califa encontraba un claro ejemplo de superación y de triunfo contra el destino.

Ginés Liébana, nacido en Torredonjimeno en 1921, e hijo adoptivo de Villa del Río, pronto marcharía con su familia a la capital de la provincia, donde, como tantos pintores de esta tierra, se formaría en su Escuela de Artes y Oficios, verdadero crisol de excelentes profesionales, y pronto pasa a formar parte fundamental del Grupo Cántico, cuyos poemas interpretará plásticamente con sensual imaginación y vuelo lírico. Pronto se encamina a Madrid para entrar a formar parte de la redacción de El Español , en cuyas páginas dejará testimonio del etéreo barroquismo que le caracteriza y que ha dado en cuajar en un sugestivo figurativismo fantástico, onírico y visionario, pero de muy pulcra y segura pincelada, casi manierista, que lo ha constituido en uno de nuestros pintores más personales y poéticos, creador de un orbe propio inconfundible, lleno de imaginación, gracia y armonía, como tocado por el ángel.

El año 1950 lo encontramos en París, en donde expone en cuatro ocasiones con gran éxito, y posteriormente en Río de Janeiro, ciudad en la que alcanza gran reconocimiento, a la vez que su pintura se carga, en esta etapa, un poco a ritmo de samba, de resonancias exóticas y tropicales. Viaja luego por Europa y, tras regresar a Córdoba, se instala definitivamente en Madrid el año 1968. Expone en diversas ciudades españolas y termina por configurar su característico estilo en el que lo poético, lo imaginario, lo onírico, lo grotesco, lo bello y lo terrible se confabulan en un acabado dominio técnico para plasmar una intensa y peregrina pintura inconfundible que, a su vez, incorpora también audazmente ciertos valores convencionalmente literarios, como ocurriera en los mismos pintores prerrafaelistas, a los que le une su fino miniaturismo recamado; todo lo cual no empece la evidente entidad plástica de su arte, tan rico, tan complejo, tan lleno de guiños e intenciones, y en el que el humor, la picardía y el ingenio, nunca hirientes ni amargos, y en lúdica pirueta de signo barroco, también juegan un papel protagonista a la manera de El Bosco, en una especie de minucioso detallismo surreal, que no tiene nada que envidiar a las ensoñaciones dalinianas.

De su toda vasta producción a lo largo de más de ocho décadas de incesante creación inagotable entre la realidad y el ensueño, la figura del ángel cobra en la biografía artística de Ginés un protagonismo decisivo y tutelar: ángeles en cuya esbelta silueta, en cuyos ritmos y gestos finamente volatineros o volátiles, se confabulan esas irradiantes e iluminadoras llamaradas visionarias y creativas, fantásticas y maravillosas, que, a fin de cuentas, es el mágico común denominador que preside toda su obra, junto a la gracia, o precisamente por ello, por el ángel de la gracia y de la alegría, que parece no dejarle en paz ni un momento.

Porque un ángel --al menos los ángeles de Liébana-- no es, como ya he apuntado en algún sitio, algo terrible, como creyera Rilke. Más bien los ángeles de Ginés son algo aéreo, grácil y bailable («cosa divina, alada y graciosa es la Poesía», dijo Platón), algo leve, inconsútil, tan rítmicamente ascensional y evanescente es la llama interior de la que se alimentan y dentro o en torno de la cual parecen danzar, en un giro tan tempestuoso, tan férvido y peregrino, como el mismo trazo estilizadamente dinámico y germinal que los configura.

Alegría y radiante optimismo de los ángeles, de estos ángeles tan meridionales, tan burbujeantes y cordobeses --quizá con algo de champagne en sus venas--, tan ajenos a la oscura terribilidad germánica y centroeuropea de los grávidos y ominosos titanes rilkeanos. Pues si, según Francisco de Goya, «el sueño de la imaginación produce monstruos», aquí, el sueño, el sueño de la imaginación de Ginés, produce ángeles. Y eso que salimos ganando.

En toda esta pléyade de ángeles alados, que yo no sé si pertenecen al rango de los tronos, de las dominaciones o potestades, o al menos grandilocuente de los blondos querubes, o al de los mismos duendecillos de andar por casa, que todo lo trastornan, hay algo de oxigenada travesura intelectual, de feliz juego lírico-plástico, de espumosa, efervescente creatividad, una creatividad desinhibida, alegre, franca y sin complejos. Una especie de fresca e ingenua ternura y comprensión por la bondad de lo pequeño, de lo pequeño inteligente, desvalido y azul. Pues un ángel no tiene necesariamente que ser tampoco algo impresionante; seguro que el ángel de Ginés no lo es, y más bien sea un ángel bajito, esbelto, finísimo y jovencísimo, y sobre todo pobre, que, eso sí, debe de conocer varios pasos de baile o algunos lances y pases del toreo, y hasta banderillas y correr en bicicleta.

Todo lo cual viene a configurar una serie de ademanes estéticos, de visiones y actitudes que terminan por conformar nuevos y no advertidos aspectos de la realidad, de la imagen, e incluso del lenguaje, de un trasfondo entre surreal y postista. Pues todos esos ángeles lo mismo sobrevuelan sobre las acuarelas u óleos de Ginés que aletean entre la encarnadura iluminadora, fértil y sonrosada de sus propios versos… porque no estará de más apuntarlo, ya que algunos parecen no haberse dado cuenta todavía: Ginés Liébana, a la vez que pintor, es un poeta, un poeta total de la línea, del color… y del verso; de la imagen, en una palabra, sea esta plástica o lírica.

Y estará todavía incompleta cualquier teoría o estudio sobre el Grupo Cántico si entre la nómina de sus poetas y escritores, junto a Pablo, a Juan, a Julio, a Mario, a Ricardo, omitimos el nombre de Ginés, autor de una obra poética de insoslayable originalidad creadora y que, por otra parte, continúa con un ingenio y personalidad excepcionales, esa cierta veta dramática y escénica que Ricardo Molina iniciara en su auto sacramental El hijo pródigo , con obras de tan irradiante creatividad literaria como El navegante que se quedó en Toledo o Casanova en Priego , entre otras joyas para nuestra escena.

A todo ello hay que añadir para completar el cuadro un fresco y espontáneo sentido del humor, una búsqueda de la alegría y un rechazo de toda gravedad y solemnidad impostadas en todas las obras de nuestro maestro y amigo, tanto las plásticas como las literarias, en un triunfo luminoso de la gracia, del desplante, en una especie de imaginativa pirueta ilogicista y sin red: el alígero, arcangélico salto vital --que no mortal-- del lenguaje, pues no en vano Ginés Liébana se mueve no «sobre los ángeles», como en el libro surrealista de Alberti, sino entre los ángeles. Hasta tal punto está acostumbrado, desde niño, a convivir con su alado magisterio, desde la cima del siglo que el próximo 1 de marzo de 2021 cumplirá este genial cordobés de Torredonjimeno.

Nuestra ciudad pensamos que sabrá estar a la altura, como nuestro paisano merece, en los actos que, sin duda alguna, habrán de celebrarse en Córdoba para festejar los juveniles primeros cien años de este creador sin igual, que ha llenado de belleza, de sabiduría artística, de optimismo y alegría creadora el panorama de la pintura y la poesía española contemporánea.