‘No entres dócilmente en esa noche quieta’

Autor: Ricardo Menéndez Salmón.

EdItorial: Seix Barral.

Edición: Barcelona, 2020.

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La obra de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) quedó marcada en sus primeras incursiones narrativas por ese proyecto que él y la crítica bautizó como Trilogía del mal, que incluye La ofensa (2007), Derrumbe (2008) y El corrector (2009), la suma de una metafórica visión sobre ese concepto ejemplificado que el autor otorga a la maldad humana. Una búsqueda personal que explora nuevos territorios que concrete un paisaje posible, continuado en posteriores entregas, en desafíos arriesgados, La luz es más antigua que el amor (2010), Medusa (2012) y Niños en el tiempo (2014), que confirman esas preocupaciones estructurales y temáticas de Menéndez Salmón respecto a escritura y vida, lenguaje y realidad circundante, o tiempo e historia que concibe como algo perdurable; después ha publicado, El sistema (2016) y Homo Lubitz (2018).

El último libro que ha entregado Ricardo Menéndez Salmón no es un texto al uso, es una elegía, una auténtica expiación tras muchos años de proceso creativo literario porque No entres dócilmente en esa noche quieta (2020) es ese intento que reconstruye una existencia encaminada a una temprana madurez, la de quien ha hecho de la escritura su causa vital, aunque se construya como un proceso de existencia agotado, sin remedio alguno. A medida que avanzamos en su lectura, otros temas vertebran el libro que gira en torno a la figura de su padre, aunque reconoce que escribe mucho más de sí mismo, del largo padecimiento paternal o cómo influyó la enfermedad durante tres décadas en su vida.

El comienzo marca el tono y la distancia, una exactitud en la concisión de los términos y esas emociones que convierten al texto en una especie de sumario; y si avanzamos en su lectura, uno de los planos que Menéndez Salmón desvelará en su escritura será un juego de espejos y referencias al pasado que llevan al autor a episodios de una memoria infantil, a otra adolescente y, finalmente, de adulto, unos recuerdos confiscados por la enfermedad del padre, previo al desenlace final. Se trata de recuperar la vida de este hombre, de este padre de Ricardo Menéndez Salmón, a quien el hijo escritor debe su nombre, la historia de una sucesión de resurrecciones luminosas, de descubrimientos sorprendentes, aunque se apunta el oscuro desgaste físico y personal de un hombre al que la fatalidad dramática de sus dolencias va limando todos los contornos de su identidad.

Menéndez Salmón expone su propósito de honestidad, cuando su padre muere, escribe sobre él, y afirma que lo logra ganando distancia, y lo hace como si fuera el padre de otro; olvidará lo leído sobre otros padres sujetos a elegías o clamores íntimos de duelo en la literatura reciente. Será una honradez que exige un doble juego, porque nosotros lectores de No entres dócilmente en esa noche quieta deberíamos olvidar, también, esas referencias leídas para entrar en este relato aparentemente frío y objetivo, minucioso y distante, con esa carga interna entre el encuentro de un padre y de un hijo, entre la enfermedad y la juventud, entre el éxito y la muerte.

El texto reclama nuestra atención, entabla un diálogo con nosotros desde una posición contemplativa y la notoria objetividad cotidiana del narrador, desvela ese reverso existencial, la abnegada voluntad de la madre cuidadora, o la impotencia de un hijo de once años que observa el paisaje familiar arrasado y lo que queda del cuerpo del padre, un infarto a los treinta y ocho años que condicionará el resto de su vida. Para el niño, Menéndez Salmón, este testimonio es anticipación de la angustia de vivir de la que se libera, en la veintena, yéndose a vivir solo, al hilo de la voracidad de los años que forjaron su vida de escritor, y que coincide ahora con el crepúsculo definitivo del padre. Ese niño destinatario de todo su sufrimiento por una correa de transmisión genética, se hará hombre frente al dolor, y encuentra la razón final de su vocación de escritor en el sufrimiento del padre, regresado de la muerte tras una intervención a corazón abierto.

La escritura, esa gramática del valor, rescata al autor tras un pacto con los hechos de un hombre que vive en la bondad, pese a su padecimiento, poco antes de morir. Vivir se traduce en aguantar, huir de sus fantasmas, de sus miedos, y línea tras línea perderá el pudor al escribir un texto como el presente. Y si el decoro vuelve, recurrirá a la memoria del padre para volver a desnudarse y añadir un buen puñado de palabras.