Opinión | REFLEXIÓN

La buena muerte

"Una buena vida repleta de sentido basado en el servicio a los demás le condujo, nos lleva, a una buena muerte"

El Cristo de la Buena Muerte, en una imagen de archivo.

El Cristo de la Buena Muerte, en una imagen de archivo. / Ó. BARRIONUEVO

En estos días tendremos la oportunidad de presenciar en nuestras calles, si el tiempo lo permite, las imágenes de la pasión y muerte en cruz de un hombre llamado Jesucristo. En aparente contraposición, una de ellas procesiona bajo la singular advocación de la Buena Muerte, nombre que, desde hace un tiempo, me provoca e interpela, y sugiere estas breves letras.

Es bien conocido que la muerte da lugar a poca valoración y no tiene, desde el punto de vista estrictamente médico-científico, nada de misterioso. Les aseguro que es sólo un instante, un off que, a primera vista, provoca sufrimiento, tristeza cuando no angustia, y que en muchas ocasiones parece robar el sentido a la vida, fundamentalmente, a familiares y amigos. Una auténtica tragedia en especial para aquellos que se olvidan de esta realidad y aspiran a convertirse en el último superviviente. No dispuestos a morir practican la mera vida, en la que, bajo el paraguas de una salud absolutizada, prefieren acumular y no arriesgar, engordando a un narciso insaciable empeñado en hacer todo lo necesario por estar siempre, como si eso dependiera de un solo ejercicio de voluntad.  

Este singular momento, que nos iguala a todos, ha ocupado tiempo a pensadores y páginas en libros a lo largo de la historia tratando de encontrar la mejor manera de que la muerte sea buena, creo, la verdad, que sin mucho éxito. 

Ante una realidad que a priori tiene poco de bondadosa, hace unas semanas, en una carta en este mismo periódico y con el mismo nombre que esta, mi estimada colega la doctora Albert nos planteó la idea de una «buena muerte» basada en asumir y perder el miedo a tal evento biológico, y en la posibilidad de decidir el momento de partida, justificado en ocasiones como única solución a un sufrimiento. Tampoco creo que la muerte sea buena solo por ser capaces de reconocerla, hacerle frente y decidir.

En cualquier caso, imagino que todos estarán de acuerdo en que, salvando diferencias sociales, culturales o espirituales, para que la muerte no sea totalmente mala esta debe alcanzarse con la mayor confortabilidad física, emocional y espiritual que sea posible.

En respetuosa analogía con la cruz que porta Jesús de la Buena Muerte en nuestras calles, la enfermedad o el envejecimiento, a las que como oncólogo y ser humano me veo cercano en mi día a día, se encargan de eliminar de manera lenta y progresiva las capas que a lo largo de la vida nos cubren, colocadas de manera más o menos voluntaria y que nos definen ante los demás y ante nosotros mismos. Una de las primeras y más dolorosas en caer (por estar muy adherida y ser gruesa) es la que adquirimos relacionada con nuestra profesión o nuestra vida laboral; poco después, cae la de los conocidos que se hicieron pasar por amigos o familiares. Luego sigue la capa de nuestra imagen corporal, a la que algunos dedicaron tiempo y recursos económicos y, finalmente, perdemos de manera muy dolorosa la de nuestra autosuficiencia, quedándonos literalmente desnudos y dependientes. 

Me llama poderosamente la atención el hecho de que este proceso de pérdida no duele con la misma intensidad a todos. Me he topado con personas que, de manera natural, han entendido este doloroso vía crucis del final de la vida, camino de renuncia. De manera muy conmovedora, he podido contemplar cómo personas, en su mayoría de carácter humilde, sencillo y entregadas, viven con generosidad su final asumiendo, en paz, el fin de la conciencia de sí mismos para entregarse a otra realidad. 

Permítanme proponerles, como contraposición a aquellos que practican una mera vida, el desarrollo de una buena vida, bien descrita por algunos filósofos a lo largo de la historia y vivida en plenitud por ese Jesucristo de la Buena Muerte, para mí el hombre perfecto. Una buena vida, basada en la práctica de la compasión, la justicia, la humildad, el amor al prójimo y que lo llevó a una actitud de servicio y al reconocimiento en los demás como su fin último. Un camino que convirtió el sinsentido del sufrimiento en sacrificio como entrega absoluta. Una buena vida repleta de sentido basado en el servicio a los demás le condujo, nos lleva, a una buena muerte, con sentido de ser máxima expresión de amor.