Apesar de que hoy todo el mundo tiene un micrófono y una cámara a mano para grabar y grabarse cuanto quiera y subirlo después a las redes, basta simular un micro y lanzar una pregunta estúpida al primero que se encuentre por la calle para comprobar cómo se pavonea el fulano al contestar con una pamplina, eso sí, con la voz engolada. De esas víctimas viven los youtubers y los meritorios que los programas de televisión mandan a hacer la calle como reporteros intrépidos a la caza de la mayor gansada. Hasta que aparece un repartidor, que está hasta las narices de su negra suerte y tanta gilipollez, y la emprende a guantazos con el graciosillo de turno, más conocido como el caranchoa; ya supongo que saben de qué va este cuento, pues fue gran debate nacional hace unas semanas, dirimido en favor del currela. El caso es que nada veo comparable en su ordinariez al tradicional día de la lotería, la del Gordo y la del Niño. Desde hace tiempo procuro no ver esos reportajes rupestres con los agraciados que chillan, beben a morro y se rocían con el espumoso que siempre está a punto en los despachos de loterías. Somos así, el dinero en el bolsillo de los pobres no se puede esconder, es como si picara y hay que sacarlo enseguida a relucir, y eso aún sabiendo que la mitad es para Hacienda. No me imagino que en la Bolsa alguien que consiguiera un pelotazo con más ceros que el gordo de Navidad comenzara a hacer figuras simiescas y mucho menos que lo publicitara, o que los mismos que ha dado grandes golpes en los felices años 90 en nuestro país salieran bailando el Macarena y enseñando los billetes. Tampoco es imaginable que los reporteros de los telediarios fueran detrás de los miembros de los consejos de administración para que comentasen en vivo y en directo sus rentabilísimas operaciones. Eso es impensable, pero, en cambio, cuando huelen dinero fresco en barrio humilde o en el pueblo más recóndito, allí que se plantan. Estas son las alegrías que tanto divierten a los señores de la TV que mandan a buscar esas imágenes allá donde se produzcan para abrir los felices telediarios. Confieso el placer que siento, la verdad es que rara vez, cuando veo al reportero dicharachero a la puerta de una administración diciendo que allí no ha aparecido nadie, siento un placer tan grande como respeto por ese beneficiado que muy inteligentemente rehusó ser protagonista. Porque estoy convencido que la fiesta no sería tan excesiva si no hubiera una cámara de televisión; ya lo decía la abuela despistada del anuncio de este año, cuando ve que todo el mundo lo celebra y en cambio no ha venido la tele. Esa tele que el día de Reyes mostraba a una señora de 90 años, en silla de ruedas, a la que hacían beber a gollete.

* Periodista