Hemos visto, desde nuestro trabajo en el periódico, sufrir lo indecible a muchos empresarios cordobeses que, durante los largos años de la crisis, perdían su empresa. Algunos perdieron hasta el sombrero, hasta el chalet. Otros se las arreglaron para que el concurso de acreedores no solo no tocara su patrimonio personal, sino que les permitiera abrir el mismo negocio con otro nombre, libres ya de parte de las deudas contraidas y de la plantilla antigua. Sin mirár atrás, claro, porque ahí atrás quedaban los trabajadores en paro y los proveedores arruinados. Hemos visto a gente luchar hasta la extenuación para no cerrar su empresa, aguantar unos años más para alcanzar la jubilación y que la alcanzaran también sus empleados más fieles. Pero también hemos visto a trabajadores de toda la vida traicionar a sus jefes, estrangulándolos en los peores momentos y sin recordar el justo trato recibido en los tiempos de bonanza. Y, en cuanto a los propietarios, hemos visto a alguno irse de vacaciones un mes entero mientras sus trabajadores se quedaban al calor asfixiante del agosto de Córdoba y sin cobrar, pues para veraneo patronal y decencia empresarial no había dinero, era preciso escoger una de las dos opciones.

Hemos visto tantas cosas --sobre todo, hemos visto tantas veces perder a los buenos y triunfar a los malos-- que ya nada sorprende, y por eso no sorprende la sentencia de la Audiencia Nacional que declara legal la indemnización cobrada por la cúpula de Abengoa poco antes del hundimiento de la multinacional andaluza, el orgullo de nuestra comunidad autónoma, la compañía avanzada que se expandía por varios continentes con el sello de la calidad, el I+D+i y la promoción del talento. Vaya por delante que, como dice el juez, el presidente, Felipe Benjumea, fue obligado a abandonar la compañía por los bancos que iban a inyectar capital. Y vaya por delante que la indemnización de 11 millones debe ser lo normal en estas grandes corporaciones. Quizá hasta se quede corta tras más de dos décadas en la presidencia. Quién sabe. La cuestión es que a los pocos meses de esta marcha pensionada se hundió el quiosco y varios miles de trabajadores fueron despedidos, por no hablar de los pequeños proveedores enganchados.

Al final, la Audiencia Nacional dice que lo ocurrido es legal. Pero, ¿es decente? ¿De verdad la cúpula de Abengoa no era capaz de intuir lo que se avecinaba? La cuestión está muy clara. Hay dos mundos muy distintos, y en uno de ellos, ese tan lejano de las grandes corporaciones y las puertas giratorias, rara vez se pierde. Ya lo dijo Rodrigo Rato hace unos días, «es el mercado».