Cuando se es niño, no hay nada mejor que entregarse al placer que provoca derrochar adrenalina en las atracciones de feria, ese mundo lleno de color que cada año te hace tocar el cielo. Cuando se es niño, recorrer la calle del infierno bajo un sol abrasador es lo de menos, los termómetros no existen cuando se tienen cinco, seis o diez años y ante ti se abren puertas que conducen a 'cacharriiitoooos'. A esas edades, lo importante no es sobrevivir, sino tachar nombres lo más rápidamente posible en la lista de atracciones pendientes, subir y bajar para volver a bajar y subir. Es el deseo repetido en las casas con niños cuando llegan estos días y cumplir sus sueños, el deseo de abnegados padres y madres que en días como ayer, se lanzan valientes en dirección a El Arenal. Las atracciones costaban más baratas y la 'multa' de la calle del Infierno prometía ser menor. "Bueno, eso es lo que uno piensa al salir, pero no siempre se cumple'", bromeaba Mario, tío de tres niños de siete, ocho y diez años, que ayer se lió la manta a la cabeza para llevar a primera hora de la tarde a la prole con la difícil misión de contentarlos a todos sin morir en el intento. "Cada uno quiere una cosa, así que estamos negociando para que se monten los unos con los otros porque yo me mareo y no puedo'", confesaba sincero. El presupuesto inicial, por lo visto, ya se había agotado en dos ocasiones y no quedó otra que hacer ampliación de capital improvisada. "Es una vez al año, ¿qué se le va a hacer?'", explicaba resignado. A su lado, un grupo de niñas de entre doce y trece años, acompañadas por varios adultos resignados, se devanaban los sesos para elegir la siguiente atracción. "¿Volvemos al Ratón Vacilón o la Casa del Terror?'", proponía una antes de que el resto acordara por unanimidad que lo conveniente era repetir Ala Delta. Así es la democracia infantil.

En el lado opuesto del riesgo, Inmaculada, madre de un niño hijo único de cuatro años, se arriesgó a salir de casa bien temprano ante la insistencia del pequeño, que se dejó convencer para ir vestido de gitano, un arma de doble filo que amenazaba con ponerse en su contra en cualquier momento, asfixiado como parecía estar el pobre. Su madre, desesperada, comentaba: "Aquí estoy, practicando la reventa de tickets porque no se aclara'", decía divertida, "me dice que quiere pony, le compro la entrada y cuando lo voy a montar, me dice ¡Susto, mamá, susto!'". Al final, solo logró montarse en las barquillas.

Por la tarde-noche, con el sol aplacado, el infierno se volvió algo más practicable, sobre todo, en las atracciones con agua. ¡Cómo se echa de menos el microclima de El Arenal!