Si tuviera un hijo pequeño, al último lugar al que le llevaría sería a un campo de fútbol. Cada vez veo menos cosas que aprender allí. Más allá de la cantidad de improperios contra el árbitro, asisto cada quince días a un sinfín de mentiras, y en la vida no hay nada más miserable que mentir. Ayer lo hizo de forma descarada el portero de Las Palmas, que simuló una grave lesión y a los cuatro minutos estaba disparando con fuerza el balón. El fútbol cada vez se parece más al teatro, con todos los respetos al teatro. En los últimos veinte minutos no se vio deporte, sino a once jugadores tratando de no hacer deporte. Quizá el estamento arbitral deba centrarse en evitar de verdad las pérdidas de tiempo y los embustes más que en parar el juego porque un futbolista ha sacado unos centímetros más allá; el colmo es que esa infracción es motivo de expulsión.

El de ayer no fue un gran partido, pero el Córdoba no mereció perder. Hubo una diferencia. Tana marcó de cabeza y Xisco erró esa misma ocasión. Pero la sensación que me deja el partido no es muy alentadora por todo lo que se respira en la grada y en el césped. No veo ambiente de ascenso, ni siquiera ganas de ascenso. No es normal que a falta de diez minutos, con 0--1 ante un rival directo, El Arcángel no fuera un hervidero, así como tampoco es lógico que los jugadores no se comieran a su rival, con todo lo que había en juego. Falta energía, falta reciprocidad, pero eso es la pescadilla que se muerde la cola. Si los de abajo no dan, los de arriba no responden. Si los de arriba no responden, parece que los de abajo no contestan. ¿Alguien se atreve a dar el primer paso?