Como la llama de una vela encendida sobre la mesa que no para de moverse y contonearse al unísono en el propio espacio limitado. Esta imagen forzada, fugaz pero transparente, define la vida literaria. Recuerdo las doctrinas científicas de Pitágoras. El filósofo hablaba del dualismo último entre el límite y lo ilimitado. Aplicado a este hecho entre el yo del poeta y el yomimeconmigo.

La realidad es indivisible, pero algunos se empeñan en partirla a trozos. La apariencia es conveniencia, y se funciona con apariencia por mera conveniencia.

Todo lo que vale la pena se realiza, lo indicó Nietzsche, y tenía razón. Ocurre que ahora también se realiza lo que no la merece. Piensen por un momento en los innumerables libros que llenan las librerías, sobre todo contemporáneos. Ocupan el espacio más digno, las mesas centrales, son recomendados por los suplementos culturales, los que figuran en las listas de libros más vendidos. Cientos, miles de títulos cuya insignificancia provoca un engañoso recorrido literario. Apariencia, conveniencia editorial. ¿Dónde hallamos el límite? ¿En lo ilimitado tal vez?

El ensayo que aparece al final del libro El arte de la ficción de Edith Wharton y titulado El vicio de la lectura no es más que una aportación a lo que hemos mencionado al principio pero centrado en los lectores. Leer mecánicamente es un vicio, los devoradores de libros no consiguen distinguir lo bueno de lo malo, la literatura de la basura. Y otorgan el calificativo de "autor" a aquel que ni lo es ni lo será. El fabricador de basura seguirá creando por una demanda real pero inauténtica. En el fondo apariencia, conveniencia. Sigo amando el azar, aunque como decía Platón en Leyes "el hombre es presentado como un títere de fuerzas que lo superan".