Opinión

Un camino largo, complejo e incierto

El Congreso de los Diputados ha aprobado la ley de amnistía, que supone la despenalización de la práctica totalidad de actos que se hicieron en Cataluña desde el año 2011 en nombre de la proclamación de la independencia. La ley ha contado con la mayoría necesaria y, presumiblemente, se verá obligada a pasar el filtro del Tribunal Constitucional y, posteriormente, de la justicia europea. Hay opiniones expertas encontradas respecto a si los pasará satisfactoriamente para los propósitos de sus impulsores. Y su aplicación dependerá, como en el caso del resto de las leyes, de los jueces y tribunales, que ya han expresado también sus opiniones, en este caso, mayoritariamente contrarias, de manera que los beneficiarios (unos 300 según el Gobierno o 800 según los independentistas) tardarán en palpar los resultados.

Esta ley de amnistía, como ha expresado la Comisión de Venecia, tiene algunos defectos de forma desde el punto de vista legislativo: se aprueba sin consenso a cambio de la investidura de un candidato a la presidencia del Gobierno, se ha tramitado de urgencia sin tiempo a una deliberación más profunda y no ha implicado ningún compromiso sobre sus conductas en el futuro. Si la iniciativa cumpliera con estos requisitos, podría tener potencialmente un efecto positivo de superación definitiva del llamado procés y de retorno a la esfera política de lo que nunca hubiera tenido que salir de ella, y los primeros que no deberían haberlo llevado fuera son sus mismos impulsores y el Gobierno de España de aquel momento.

El Estado de derecho tiene mecanismos suficientes para evitar las barbaridades que han anunciado partidarios y detractores de la nueva ley. Eso tiene que quedar claro para todos. Habrá recursos, contrarrecursos, peticiones de medidas cautelares y solicitudes prejudiciales que no deben menospreciarse ni como mera arma de desgaste político ni como trabas procedentes de rincones oscuros del Estado. Son pura y llanamente las garantías del Estado de derecho que hay que defender cuando nos van a favor o cuando van en contra de nuestros intereses. Los que tanto proclaman la falta de garantías en España no deberían jamás pedir que no se apliquen en su caso.

Lo peor de esta ley es la bomba racimo que ha extendido entre las instituciones de la democracia española. El enfrentamiento abierto entre los distintos poderes del Estado lamina la confianza ciudadana y genera desafección entre la ciudadanía. No es un asunto menor, porque la confianza es algo que tarda mucho en construirse y se puede perder en unos instantes. Eso deberían tenerlo en cuenta quienes han votado esta ley y quienes se han opuesto. Los primeros no podrán criticar a los segundos si, dentro de unos meses, impulsan una maniobra de signo contrario a la nueva norma con el mismo procedimiento y por las mismas razones espurias. Y los segundos no podrán responder a los primeros desde la defensa de una institucionalidad que han pervertido. El camino abierto con esta ley es largo, porque cuenta con muchas dudas que hay que aclarar; es complejo, porque tensa las relaciones entre el poder legislativo y el poder judicial, y es incierto porque puede acabar provocando consecuencias contrarias a las que buscan los impulsores. 

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