Opinión | Para ti, para mí

Los cristianos, «pequeñas lámparas del Evangelio»

Necesitamos otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas

Hoy, segundo domingo de Cuaresma, la liturgia de la Iglesia nos ofrece el pasaje evangélico de la «transfiguración» de Jesús en el Tabor, ante sus tres discípulos preferidos, Pedro, Santiago y Juan. Dice el Evangelio que «los llevó a un monte». En la Biblia el monte siempre tiene un significado especial: es el lugar elevado, donde el cielo y la tierra se tocan, donde Moisés y los profetas vivieron la extraordinaria experiencia del encuentro con Dios. Subir al monte es acercarse un poco a Dios. Jesús sube con los tres discípulos y se detienen en la cima del monte. Aquí, Él se transfigura ante ellos. Su rostro radiante y sus vestidos resplandecientes, que anticipan la imagen de Resucitado, ofrecen a estos hombres asustados la luz de la esperanza, la luz para atravesar las tinieblas: la muerte no será el fin de todo, porque se abrirá a la gloria de la Resurrección. Jesús anuncia su muerte, los lleva al monte y les muestra lo que sucederá después, la Resurrección. Como exclamó el apóstol Pedro, «es bueno estar con el Señor en el monte», vivir esta «anticipación» de luz en el corazón de la Cuaresma. Es una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra. Jesús emprende «tres subidas» significativas para el evangelista Marcos: al Tabor, al Calvario y en la Ascensión. En la primera, nos entrena a comprender quién es, a ir con él y a entender las «subidas» que nos quedan por hacer. «Subir» es parte de la Cuaresma para grabar en el corazón lo que Dios nos muestra. Y es preciso hacerlo con nuestras mochilas y pesos, con los discípulos, entre los sudores del camino y siempre con el Maestro. Vivimos tiempos afligidos que se ven agravados por las «guerras» que siguen violentando y martirizando a cientos de miles de seres humanos. A veces pasamos por momentos de oscuridad en nuestra vida personal, familiar o social, y tememos que no haya salida. Nos sentimos asustados ante grandes enigmas como la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. «En el mismo camino de la fe, nos ha dicho el papa Francisco, a menudo tropezamos cuando nos encontramos con el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide que gastemos nuestra vida en el servicio y la perdamos en el amor, en lugar de conservarla para nosotros y defenderla. Necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo». Las palabras del Papa nos adentran bellamente en el significado más profundo de la «subida al monte Tabor», invitándonos a todos a «subir al monte, a contemplar la belleza del Resucitado que enciende destellos de luz en cada fragmento de nuestra vida y nos ayuda a interpretar la historia a partir de la victoria pascual». Tres son las «transfiguraciones» que viven los cristianos: primera, la del bautismo, «pasando de pagano, a cristiano»; segunda, la de la confirmación, «pasando de cristiano, a apóstol»; tercera, la de «santo de la puerta de al lado», pasando a convertirse en «luz radiante y en testigo vivo de la fe que profesa». Por eso, el Papa nos ha hecho una llamada en su Mensaje para la Cuaresma de este año, para que abandonemos las esclavitudes y nos encaminemos a la libertad: «Estamos llamados a vivir el encuentro con Cristo para que, iluminados por su luz, podamos llevarla y hacerla brillar en todas partes, encendiendo pequeñas luces en el corazón de las personas, siendo pequeñas lámparas del Evangelio, que lleven un poco de amor y esperanza: ésta es la misión del cristiano».

La escena está descrita por un sacerdote amigo, vivida por él en sus tareas pastorales: «Aquel hombre tenía cincuenta años. Estaba enfermo de cáncer. Tras un rato de charla con él, me mostró sus manos y me confesó con la mayor tristeza del mundo que se sentía terriblemente solo: ‘Además, tengo las manos vacías’. Le pedí que repitiera el gesto. Y al hacerlo, le coloqué en las palmas de sus manos el crucifijo que llevaba, diciéndole con inmensa ternura: «Estas manos… ¡ya están llenas!». La impresionante vivencia de mi compañero sacerdote me ha recordado aquella película española de los años cincuenta, Balarrasa, en la que los espectadores contemplan también una escena terrible: una chica que huye en automóvil con su novio hacia la frontera sufre un accidente. Su hermano, un seminarista mayor, próximo a la ordenación sacerdotal, que los va siguiendo, llega al lugar del suceso y se encuentra a su hermana, en estado agónico, que le muestra sus manos, en un primerísimo plano, ocupando toda la pantalla, mientras susurra sus últimas palabras: «Están vacías». Ciertamente, la Cuaresma, -«tiempo de misericordia», como la definiera nuestro obispo, Demetrio Fernández, el pasado Miércoles de Ceniza-, nos invita a contemplar nuestras manos y nuestro corazón. Nuestras manos, para comprobar si se van llenando de los «frutos y las obras» que pide Jesús en el evangelio, y nuestro corazón para ver si se ha convertido en esa «pequeña lámpara» que el Papa desea para vivir en plenitud nuestra misión de cristianos. Borges, el gran poeta, nos dejó toda una hermosa meditación «civil» para este tiempo: «Las heridas fuertes nunca se borran de tu corazón, pero siempre hay alguien realmente dispuesto a sanarlas con la ayuda de Dios».

* Sacerdote y periodista

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